Invisibilidad 2 (tema con variaciones)

Volvió a suceder: pasó junto a mí e hizo como si yo no existiera. La primera vez pensé que se había vuelto loca. Bajaba yo por la Calle de la Ley casi llegando a la Avenida de las Artes y ella venía en dirección contraria. En la vereda iluminada por el sol no estábamos más que ella y yo. La saludé: Anabela, eh, Anabela, y como no me respondiera, pensando que no me oía por el constante murmullo de los coches que a toda hora circulan por esa calle, le toqué el brazo: Anabela y ella, con la mirada empecinadamente fija en algún punto del horizonte, se zafó de la leve presión de mi mano y siguió caminando al frente. Durante semanas repasé la escena mentalmente como si se tratara de un sueño, se la conté a mucha gente incluso, con la intención de que me ayudara a interpretarla. Anabela no era exactamente una amiga -título que, sobre todo después de ciertos acontecimientos, reservo estrictamente a algunas personas- pero sí alguien con quien había compartido tardes y noches enteras de chismes y confidencias, alguien quien sin duda alguna no podría dejar de reconocerme, con más razón aún teniendo en cuenta la luz y la escasa distancia que nos separaba. En mis elucubraciones recordé que unos meses atrás un amigo me había contado una escena similar: iba él con su hijo por la calle, se había cruzado con Anabela y ella lo había ignorado completamente. Me lo había contado con preocupación: quién sabe si Anabela no tenía un problema de salud. Debo admitir que no presté mayor atención a su relato hasta que me pasó lo mismo a mí. Él se preguntaba si estaría enferma. Mi pregunta, en cambio, era mucho más sarcástica e inquietante: ¿se habría vuelto loca?

En la última charla que había tenido con ella, tomando un café en la Feria del Libro, me había preguntado muchas veces si yo pensaba que ella se estaba volviendo loca. Una y otra vez había respondido que no, sincera y riéndome. Ahora empezaba a creer que por entonces ella había empezado a confundirse y enredarse en sus pensamientos pero todavía conservaba suficiente lucidez como para distinguir ¿realidad de ficción? ¿Es eso la locura, no saber dónde acaba lo que imaginamos y dónde comienza la realidad?

Tiempo después, una tarde en un contexto muy diferente: Palacio de Bellas Artes, hall lleno de gente después de una conferencia multitudinaria de Carlos Fuentes. Veo pasar a unos pocos centímetros a una Anabela excesivamente bien vestida y maquillada para la ocasión. Iba a estirar el brazo para tocarla y llamar su atención: Anabela, eh, Anabela. No me atreví. En un segundo vi desfilar la imagen de su hombro zafándose y la mirada de desdén. El temor a su reacción –fuera ésta el ignorarme otra vez o un súbito reconocerme- me paralizó. Preferí quedarme con la ilusión de que quizás no me había visto.

Esta mañana, sin embargo, ha vuelto a suceder y la repetición de la escena me deja en un estado de ánimo turbado que me predispone a la escritura, ese caminar por el borde del precipicio temiendo caer a cada instante a uno u otro lado, porque ¿cómo saber dónde empieza y termina la realidad? ¿Quién podría asegurarme que su realidad, en la que yo no existo, tiene menos peso que la mía?

Como el tema cuya reaparición se complace el músico en esconder para que disfrutemos aún más de descubrirlo, así Anabela, en cada una de sus apariciones, repite el motivo de la inexistencia del otro pero crea, a través de las distintas circunstancias, variaciones mediante las cuales logra fascinarme. Esta vez entro a la biblioteca a devolver unos libros. Justo delante de mí, a menos de un metro de distancia, hay una mujer que saluda a la bibliotecaria y se vuelve para dirigirse a la salida. La reconozco. Pero ahora no amago el más mínimo gesto –Anabela, eh, Anabela- y su mirada pasa a través de mi cuerpo como si yo fuera de aire. Se va. Yo termino aquello a lo que había ido y me voy también. Ya en la calle me persuado de que no me afecta.

Pero no es verdad. Me quedo pensando largamente en lo sucedido. Mucho menos en los motivos que pueden haberla llevado a actuar así que en las sensaciones que me provoca. El hecho de que alguien niegue de forma tan excesiva mi propia existencia me sumerge en una especie de ausencia de mí misma, una dimensión donde cabe cuestionar los límites de la realidad -quizás no esté yo aquí en este momento, quizás soy sólo una ilusión-, donde mi bastante habitual sensación de invisibilidad se confirma. ¿Quién está loca entonces? Es posible que yo no exista y que por eso ella no me vea. Es posible que todo, desde mi nacimiento hasta ahora, no sea más que un sueño del que en cualquier momento me voy a despertar. Eso explicaría la imprecisión de los contornos, la sensación perpetua de estar y no estar al mismo tiempo, de escuchar mi propia voz como un eco de alguien cuya existencia me asombra, este vivir a tientas como tratando de adivinar algo que se me escapa constantemente.
Y si en un afán literario extiendo mi fantasía a las distintas personas que a lo largo de mi vida han dejado de saludarme o me han ignorado, imagino escribir el relato de una ciudad poblada de las presencias fantasmáticas de aquellos a quienes otros niegan la existencia.

Coda (unos meses más tarde)

Coda, dice el diccionario, es una parte que se añade al periodo final de una composición musical o poética y, por ser añadida, es distinta del resto, lo cierra con una cierta dosis de asombro.

Aquella mañana de la biblioteca regresé a casa decidida a dejarme convencer de que, en realidad, Anabela y yo no nos conocíamos de nada y que los encuentros y las charlas que yo creía recordar no tenían más peso que algunos sueños. Yo era invisible a sus ojos, no existía en la dimensión que ella se movía. Lo más prudente para mi propia salud mental era decidir entonces que ella no existiera en la mía.

Inútil empero es tratar de aplicar las leyes de la lógica a la vida: si Anabela fuera consecuente con su actitud, no debería decirle a nadie que me conoce, a riesgo de que yo cobrara sustancia, de que volviera a ser alguien de carne y hueso. Si quiere que permanezca en el universo espectral de los ignorados, debería callarse. Sin embargo, movida quién sabe por qué sinapsis neuronal - ¿inducida acaso por la cercanía del año nuevo?- cometió la imprudencia de comentarle que me conocía a una amiga mía que no tardó en comunicármelo por mail. Con toda inocencia esta amiga ponía: “Estuve hablando en el metro hace un tiempito con una chica que te conoce, se llama Anabela. ¿Te acuerdas de ella?”

¿Me acuerdo? Todo está en recomenzar: Bajo yo por la Calle de la Ley casi llegando a la Avenida de las Artes y ella viene en dirección contraria. En la vereda iluminada por el sol no estamos más que nosotras dos. La saludo: Anabela, eh, Anabela, y como no me responde, suponiendo que no me oye por el constante murmullo de los coches que a toda hora circulan por esa calle, le toco el brazo: Anabela. Y ella se vuelve y en el tono que siempre le he conocido me dice Hola. Disculpa, es que iba distraída. Y la realidad, que nunca es fácil de cernir, adquiere un rostro amigable.

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