Ciervos


Yo vi esas fotos pero las borré. Qué más me daba a mí que anduvieran ciervos sueltos por las calles de una ciudad lejana. Es apenas ahora que me doy cuenta de que aquel fue quizás el primer signo de que algo estaba cambiando.

Afirmar, sin embargo, algo, lo que sea, sobre lo que está pasando, me resulta aún imposible. Yo no soy más que el canal por el que circulan las historias. No las conozco ni las retengo. Las palabras se meten por mí como por un túnel estrecho o una amplia galería, andan por mis conductos y las más de las veces se pierden en alguna circunvalación. Pero de vez en cuando entran en mí como un vendaval, su presencia se abre paso por cada rendija de mi piel entornada y sale buscando impaciente un medio donde expresarse: aire en el aire o tinta en el papel. Lo que intento escribir es eso: un vendaval, que tantea dónde posarse. Todavía corre por dentro, como la procesión, arrastrando a su paso fragmentos de otras historias, disímiles o lejanas, que encuentra pegados a las paredes y que alimentarán tal vez ésta.

Ciervos sentados tranquilamente sobre el pavimento delante de las tiendas cerradas. Decenas de ellos, como turistas tomando el aperitivo en una terraza. Sin miedo de que salga alguien a cazarlos. Porque todos nosotros estamos encerrados, prisioneros entre las cuatro paredes de nuestras casas durante cuarenta días y cuarenta noches, o acaso más. Todos, un tercio de la humanidad. Esa humanidad que arrasa con todo lo que le oponga resistencia: animales, plantas, piedras, personas que piensen diferente. Por ahora, durante un lapso de tiempo, ese riesgo ha desaparecido. Cuando el gato no está, los ratones bailan. O los ciervos, o los delfines, o los elefantes, o los tigres.

Cuando se ausenta el ser humano, con su cohorte invasora de ambiciones, codicia y reclamo de derechos exclusivos, las otras especies salen a dar una vuelta, libres por fin de nuestra tiranía. Ahora somos nosotros los que apenas si podemos salir a ventilarnos, al patio o al balcón, metidos adentro de nuestras angustias, dependientes de lejanas voces en la radio, la televisión o las redes, que nos vayan dictando lo que se puede o no hacer.

Quién sabe qué está pasando. Solo puedo nombrar lo que percibo. No me atrevo a emitir juicios. Y lo que percibo se limita al interior de mi casa o a los metros a la redonda que se ven por la ventana o la terraza. También entran multitud de imágenes y sonidos por los distintos medios de comunicación. ¿Pero quién me asegura que no sean noticias falsas, fotos manipuladas, puras mentiras engendradas por alguien que está detrás de todo esto, o más allá del bien y del mal?  Como esos ciervos que andan caminando -dicen- por Junín de los Andes, o esos delfines que han aparecido en Venecia y alimentan nuestra imaginación. 

No sabemos lo que está pasando, ni ahora ni nunca, detrás de las paredes. A veces ni siquiera sabemos lo que está pasando en nuestro interior. ¿Cómo tener entonces la certeza de que esos ciervos de mirada plácida, cuya imagen borré de mi teléfono, han estado realmente sentados en las calles de la ciudad patagónica? ¿Qué pruebas hay para quienes no estábamos ahí en aquel momento?

Y, sin embargo, el vendaval en mi interior me empuja a contarlo con la seguridad de estar dejando constancia de algo esencial. Un rastro del sol radiante que entra por la ventana abierta, de la quietud del barrio que despierta recuerdos de una niñez pueblerina, impregnan estas palabras que van buscando la luz con la desesperación de quien ha estado ya demasiado tiempo encerrado. Como nosotros. Como los ciervos, dichosos de descubrir el mundo que hasta entonces les había sido negado.

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