Ahora hablo yo -séptima parte-

Pero a un personaje no basta con ponerle un nombre para que exista. Había que crearle, como a los héroes, un conjunto de circunstancias propicias alrededor de su nacimiento. Cualquiera que haya leído al menos una novela, lo sabe. Así que en ello se esmeró mi abuela, que resultó ser una experta creadora de hechos alternativos avant la lettre.

Hechos y fechas alternativos 
Dice el Diccionario de la Real Academia Española que un acta es la “certificación, testimonio, asiento o constancia oficial de un hecho”, por lo que puede deducirse que, cuando se habla de un acta de nacimiento, el hecho del que el documento atestigua es, como su nombre lo indica, el nacimiento de alguien. Dado que dicho papel tiene como única función dejar constancia de las circunstancias del hecho, a saber, cuándo, dónde y a qué padres les ha nacido un hijo, se da por sentado que los datos ahí expuestos son verdaderos. ¿Para qué anotarlos si no? Sería como construir una casa en la que no se puede vivir, o escribir un libro que no se puede leer.
Se da por sentado o al menos se confía en que sea así. El funcionario que asienta en el registro lo que afirman los progenitores o familiares como cierto, no lo pone en duda, lo escribe tal como se lo dictan. A muy pocos -a nadie en su sano juicio- se les ocurre pensar que los padres, la fecha o el lugar no son lo que dicen ser. Y esto es así por definición, por la propia definición del concepto de acta. Porque si a todo el mundo le diera por mentir al ir a declarar un hecho, un nacimiento, en este caso, no solo nadie sabría ya las circunstancias de su venida al mundo, sino que además el acto de declaración dejaría de tener sentido.  
¿Pero qué les voy a venir a contar yo a ustedes, que no sepan ya, lectores de esta época, acostumbrados a los bulos y las noticias falsas? Siempre se han falsificado documentos a fin de obtener distintos tipos de beneficios. Se falsifican billetes o testamentos para enriquecerse a costa de otros. Se falsifican pasaportes para ingresar a países en los que se tiene prohibida la entrada. Se falsifican declaraciones de impuestos para pagar menos. Falsificar una partida de nacimiento, sin embargo, no conlleva un beneficio económico o político, no. El beneficio que perseguía mi abuela, que fue maestra en el arte de la falsificación, ya que supo mentir a lo largo de toda su vida y logró, a fuerza de chantajes emocionales, comprarse la complicidad de toda la familia, tanto que la lealtad duró más allá de su muerte, el beneficio que perseguía -digo- era social. Enmendar el error de la hija mediante la creación de un hecho alternativo. Distorsionar la realidad en nombre de la  decencia.
Yo, según consta en el acta, había nacido el 11 de junio de 1963 a las 20:55 en Riobamba 719, Ciudad de Buenos Aires. Muchas veces he tenido ese documento en mano ya que, debido a que resido en el extranjero, he tenido que traducirlo y presentarlo para varios trámites, y lo único que me había llamado la atención era el domicilio que ahí figura. Siempre me contaron que nací en la Clínica Marini, actualmente desaparecida, sita en la Avenida Santa Fe casi en la esquina de la que antes se llamaba Canning. ¿Por qué poner entonces la dirección de donde vivían mi abuela y mi bisabuela en aquel momento? Pero el asunto no me quitaba el sueño ni mucho menos. De la fecha, en cambio, no sospeché nunca. Ni siquiera un instante antes de las revelaciones.

Las revelaciones (flash back) 
A la muerte de mi madre me enteré de que la fecha que consideraba mi cumpleaños no era tal, sino que la recién nacida que yo era había vivido en cuarentena hasta que se dio a luz la noticia de mi venida al mundo cuarenta y un días después.
He aquí que, cuando ya me consideraba de vuelta de todos los secretos familiares, mi padre me anuncia que, pasando por encima de la voluntad de callar de mi madre, muerta nueve días antes, me quiere contar algo que no sé. Ha dudado en decírmelo pero, una vez lanzado, ahí, frente a mí, sentados a la mesita de la cocina de las confidencias graves, me lo suelta de una vez, en una frase. Mi corazón se ha puesto a galopar tanto o más que cuando mi hermano me llamó para avisarme que mi madre acababa de morir. En aquel momento, la delicadeza con la que iba eligiendo las palabras, una forma de llamarme que no era la de él, sino más bien de nuestra madre, me previno de la gravedad de lo que iba a comunicarme. Por eso, mi corazón que latía desbocado sabía lo que mi hermano iba a decirme. “Mami se fue,” dijo, con un hilo de voz, y el presagio se volvió certeza y convulsión y llanto. 
Ahora era diferente. Hacía una semana que yo había llegado del remoto país donde vivo y habíamos ido todos juntos en caravana al lugar donde se llevó a cabo la cremación. Esos días habían transcurrido al ritmo lento de nuestra tristeza entre visitas de parientes o amigos, algún trámite en el centro, abrazos por la simple necesidad de tocarse, comer un poco, dormir si podíamos. Lo que mi padre tenía que revelarme, temí, iba a quebrar el ya muy delicado equilibrio en que vivíamos. En los segundos que demoró en pronunciar aquella frase, imaginé cosas que no me atrevo a confesarle ni siquiera al papel, porque, de haber sido ciertas y haber sido yo depositaria, una vez más, de un secreto, habría representado una tensión tan insoportable que me habría vuelto loca. Por eso, cuando me dijo lo que me dijo, finalmente, se me hizo ligero. Tanto más cuanto había precedido la revelación de un “probablemente necesites muchos años para aceptarlo”. Creo que sólo los que lo han vivido, pueden darse cuenta de las ramificaciones que desarrolla la imaginación cuando presientes en gestos o medias palabras, historias ocultas. Cuando era niña, me daban miedo o vergüenza las cosas que se me ocurrían. Ahora sé que es mi imaginación que se me adelanta a toda velocidad e inventa vínculos inverosímiles entre los hechos. 
La frase fue corta y simple. “No naciste el 11 de junio,” me dijo. Me sorprendió. Era algo que realmente no me esperaba. Pero, fingiendo haber acusado recibo, pregunté “¿y cuándo nací?”. “El primero de mayo,” fue la respuesta. 
Por un momento, todo se tambaleó. Todas las relaciones, y hasta complicidades, tejidas a partir de una fecha, el 11 de junio, se caían en pedazos. Todas las personas que, a lo largo de los años, había considerado algo así como “hermanos de fecha” por haber nacido el mismo día, o uno antes o después – Athina, Flavia, Héctor, por nombrar solo tres- dejaban de serlo ahí mismo, eran una ficción. ¿Y qué decir de Buenos Aires?
Buenos Aires fue fundada por segunda vez definitiva el 11 de junio de 1580. El haber nacido exactamente trescientos ochenta y tres años después, me creaba con la ciudad un vínculo privilegiado, como si la fecha fuera un signo indudable de que yo era la porteña más porteña, si cabe, una especie de ciudadana más (más verdadera, más auténtica, más comprometida) que los demás, como si tuviera aún más derecho que cualquier otro a decir que era porteña. Tan porteña que hasta tenía el mismo cumpleaños que Buenos Aires. 
Todo eso no era cierto. 
Mi mente se había puesto a trabajar a una velocidad increíble, a la búsqueda de otras redes alternativas que no me dejaran huérfana de complicidades de fechas. Pero lo primero que apareció fue una línea diagonal que unía el 11 de junio, abajo a la derecha, bordeado de un círculo, al 1 de mayo, arriba a la izquierda, rodeado también de otro. La línea y los círculos eran de colores inestables pero, en general, y como siempre los he visto desde niña, junio se acercaba al amarillo y mayo a un violeta tirando a rojo. 
Esa diagonal se quedó conmigo mucho tiempo. Resumía y representaba a la vez mi estrategia de supervivencia ante el shock y mi salvoconducto hacia un nuevo capítulo, casi un renacimiento. Una línea perfecta, que no cambiaba de inclinación en sus sucesivas apariciones, y que podía leerse como metáfora en multitud de sentidos, desde la barra que tacha lo que no ha de verse, hasta la pendiente que había de remontar a la búsqueda del origen. 
Y en eso estoy.
Haciendo equilibrio en esa diagonal, intentando poblar la realidad de esos cuarenta días. Cuarenta, como los de Jesús en el desierto, acosado de tentaciones; como los de ayuno y abstinencia, entre Carnaval y Semana Santa. 
Me acuerdo en este instante que mis padres se pusieron de novios en un baile de carnaval, una fiesta en la que iban disfrazados mi padre, de fantasma, envuelto en una sábana, y mi madre, de niño pequeño, con pantaloncitos cortos. Todo un programa de sugerencias eróticas, a pesar de lo poco que se veía de mi padre bajo la tela, un “baile de sábanas blancas”, como nos decía él mismo de niños cuando nos quería mandar a dormir. Un exceso de sexo que debía ser castigado: cuarenta días de privaciones para el fruto de esos amores culpables, es decir, yo. 
Mi madre y yo, encerradas en un departamento de la calle Riobamba, como una princesa en su torre. Una princesa, no dos, porque yo era parte de su cuerpo pecaminoso, un apéndice que la llenaba de vergüenza y debía ser escondido de la mirada del mundo. 
Durante esos cuarenta días de ocultamiento, que coinciden con lo que se denomina el puerperio, pero de cuya existencia parece poco probable que haya tenido en cuenta mi abuela, responsable principal de la gestación del plan, fue llegando el invierno a Buenos Aires. Por la ventana del living, conmigo en brazos o no, mi madre vería el mastodonte amarillo de cerámicas policromadas del Palacio de Obras Sanitarias y, por encima de él, el intenso azul del cielo despejado de otoño. Quizá pegara la nariz al vidrio y llorara por la ausencia de mi padre, que estudiaba en otra ciudad y venía solo de vez en cuando de visita. La beba que yo era, la miraría con los ojos grandes e intentaría, por medios del todo insuficientes, consolarla. 
Mi madre siempre se compadeció de su suerte y tal vez eso comenzó en aquellos días. El pecado que había cometido, enamorarse de mi padre y entregarse a él, no sólo en alma sino también en cuerpo, habría de pagarlo muy caro. A ojos de la sociedad pacata y provinciana de la época, era imperdonable. Y mi abuela, que poseía un barómetro hipersensible al qué dirán, prefirió sacrificar la felicidad de su hija a quedar mal ante los otros. Eso la llevó a urdir esa trama engañosa que extiende sus ramificaciones dos generaciones más allá. 

Era muy joven mi madre, tenía veintiún años cuando me parió. Mi abuela Irma siempre la había sobreprotegido, lo cual no había impedido que se enamorara y, con inocencia adolescente, cediera a los avances de mi padre, apenas tres años mayor. Uno o dos años antes de que yo naciera -nunca he sabido exactamente cuándo-, como en un ensayo general de lo que habría de pasar después, mi madre se quedó embarazada y aquella vez mi abuela la obligó a abortar. Ella misma me lo contó en un bar que estaba en la esquina de Marcelo T. de Alvear y ¿Talcahuano, Uruguay, Paraná? en uno de mis viajes a Argentina, cuando ya habían nacido mis hijos en este lejano país en el que sigo viviendo. Yo tenía unos treinta y tres años y habíamos ido juntas a ver a su psicólogo que me quería conocer. Tanto le hablaba mi madre de mí. Quizás a instancias de él fue que lo hizo o, en todo caso, como continuación o consecuencia de su terapia. Lo que no me contó, ni entonces ni nunca, fue mi nacimiento.




Comentarios

Entradas populares