Ahora hablo yo -quinta parte-

Dulce como su nombre

Pero dejando pendientes por un rato mis elucubraciones acerca de tan complicada misión -no se olvide el lector de que dispongo de todas las páginas que se me antojen- voy a darme un rodeo por aquello de brillar sin estar. Me voy a ir por las ramas, pero bien ida, trepándome hasta la punta más finita y más alta y más alejada del tronco, para explayarme acerca de otra flagrante contradicción, la de haberme puesto el nombre que me pusieron y no querer que nadie me vea.
Dulce me pusieron, María Dulce. ¡Ay, qué lindo nombre! Decían todas las señoras de la edad de mi mamá cuando me conocían, y enseguida agregaban, persuadida cada una de su originalidad, « ¿y sos dulce como tu nombre? ». En la escuela, en cambio, los comentarios iban a lo más concreto, desde « dulce de leche » a « María Salada » pasando por todas las mermeladas y sabores alternativos posibles.

No, Dulce no es decididamente un nombre para pasar desapercibida. Y no solo por el significado. Consulten, si no me creen, la aplicación que inauguró hace poco el Registro Civil para saber cuántas personas con tu mismo nombre nacieron en el país el mismo año que vos. Pongan María Dulce 1963. Comprobarán que hay una sola: yo. Es más, tampoco hay otra Dulce con algún otro nombre atrás o adelante ni ese año ni los anteriores ni los que siguen. En total, y desde que se conservan datos, habrá habido unas veinte Dulces en todos esos años en toda la república. No estoy exagerando. Cualquiera puede verificarlo en internet.
Y fuera del país, que es donde vivo, tampoco abundamos. Me sobran los dedos de las manos para contar las Dulces de las que he tenido noticias a lo largo de mi vida: la famosa poetisa cubana, una escritora española, una cantante portuguesa, la secretaria brasileña de mi abuelo, la hermana de una compañera de trabajo, española, y una empleada, ausente aquel día y de la que me dio referencia al leer mi nombre la que me atendió en una agencia de viajes en Buenos Aires, la única argentina de la limitada lista. Pero cara a cara, estar realmente con otra mujer que tenga mi mismo nombre, me pasó una sola vez. En un pasillo, en una escuela de Bruselas, delante de la oficina de la directora, esperando ambas para pasar una entrevista por un mismo puesto de trabajo. No nos tomaron a ninguna de las dos, lo que me lleva a pensar que la razón principal por la que estábamos ahí era conocernos, para tener la prueba de que no éramos cada una la única sobre la Tierra.
Ya los estoy oyendo, ya los conozco a ustedes. Desagradecida, con tan lindo nombre que te pusieron y no te gusta. Y es que ninguno (ningune dirían los partidarios del lenguaje inclusivo, entre los que no me cuento), lo sé porque las los les conozco como si los hubiese parido, nadie leyó realmente lo que yo escribí. ¿Acaso dice en alguna parte que a mí no me gusta mi nombre? A ver, relean. ¿Ya está? ¿Vieron? No soy una desagradecida. Aunque tienen que admitir que semejante nombre no es la mejor manera de ser invisible. Máxime (y no es lenguaje inclusivo para máximo) si se tiene en cuenta por qué me llamaron así.
Ahora muy pocos se han de acordar de ella pero en los años 20 y 30 salía en las revistas una mujer que era el colmo de lo chic, el nec plus ultra de la elegancia, una viuda brasileña de una belleza rara y ligeramente exótica que, no contenta con seducir a la crème parisienne, había conquistado en la ciudad luz el corazón de uno de los argentinos más ricos e influyentes de la época. Dulce Liberal de Martínez de Hoz. Mi madre la admiraba. Puedo verla, hojeando sobre la cama de su habitación de soltera o en la mesa de la cocina, pensativa, una mano apoyándose distraída quizás en la pancita apenas visible, revistas viejas que guardaba mi abuela y deteniéndose ante la foto de la bella. Mi madre, que entonces tenía veinte años y era esbelta y elegante por naturaleza pero había cometido la imprudencia de quedarse embarazada sin haberse casado. Mi madre, que amaba a mi padre por sobre todas las cosas y quería marcar ese amor con un nombre fuera de lo común para el bebé que era yo flotando dentro de su vientre. Mi madre, que aspiraba a dejar trascender su esencia, a ser reconocida por ser quien era pero temía defraudar a la suya, mi abuela. Por eso, y porque las revistas no pueden haber llegado solas a sus manos, es que me pregunto si no anduvo también la de la Irmet por ahí. Pero me gusta suponer, sustentada en el hecho de que por su físico espigado y longilíneo podía sentirse identificada con la bella brasileña, haya sido mi madre quien por una vez eligió sola algo que me concierne.

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