Ahora hablo yo -sexta parte-

Dulce como su nombre (2)
Ahora muy pocos se han de acordar de ella pero en los años 20 y 30 salía en las revistas una mujer que era el colmo de lo chic, el nec plus ultra de la elegancia, una viuda brasileña de una belleza rara y ligeramente exótica que, no contenta con seducir a la crème parisienne, había conquistado en la ciudad luz el corazón de uno de los argentinos más ricos e influyentes de la época. Dulce Liberal de Martínez de Hoz. Mi madre la admiraba. Puedo verla, hojeando sobre la cama de su habitación de soltera o en la mesa de la cocina, pensativa, una mano apoyándose distraída quizás en la pancita apenas visible, revistas viejas que guardaba mi abuela y deteniéndose ante la foto de la bella. Mi madre, que entonces tenía veinte años y era esbelta y elegante por naturaleza pero había cometido la imprudencia de quedarse embarazada sin haberse casado. Mi madre, que amaba a mi padre por sobre todas las cosas y quería marcar ese amor con un nombre fuera de lo común para el bebé que era yo flotando dentro de su vientre. Mi madre, que aspiraba a dejar trascender su esencia, a ser reconocida por ser quien era pero temía defraudar a la suya, mi abuela. Por eso, y porque las revistas no pueden haber llegado solas a sus manos, es que me pregunto si no anduvo también la de la Irmet por ahí. Pero me gusta suponer, sustentada en el hecho de que por su físico espigado y longilíneo podía sentirse identificada con la bella brasileña, haya sido mi madre quien por una vez eligió sola algo que me concierne. En todo caso, no lo hizo con mi padre ya que consta, de su puño y letra, en mi álbum de nacimiento, que solamente « después de un disgusto, aceptó María Dulce ».
Recuerdo haber leído esa frase muchas veces de niña, las muchas que miraba ese álbum de tapas blancas acolchadas, atadas con un cordón suave, cuyo título, en letra cursiva, era « Ha llegado una cigüeña » e iba acompañado del dibujo del ave, longilínea ella también, con el consabido bebé, o sea yo, metido en un gran pañuelo que sostenía con el pico. Me gustaba mucho ese dibujo y, aunque nunca, ni siquiera entonces, haya creído que fuera una cigüeña quien me había traído, aquel primer contacto con esas aves que, a diferencia de garzas o teros, no abundaban donde vivíamos, me despertó por ellas una simpatía duradera y, para que vean que soy consecuente con mi plan de irme por las ramas, me hizo reconocerlas como si fueran de la familia cuando las vi, muchos años después, anidando en las torres de Salamanca -la que no te presta lo que no te da la natura- o, más cerca aún, al alcance de la mano, en una reserva natural en la costa belga.
Recuerdo haberla leído muchas veces -volviendo a lo que iba- pero sin ninguna emoción particular, a lo sumo un poco de risa al tratar de imaginar a mi papá metido en medio de un disgusto y saliendo de él como por arte de magia para aceptar mi nombre, María Dulce.
Dulce, como la bella y rica Dulce Liberal de Martínez de Hoz, quizá tía abuela o tía política del tristemente célebre ministro de economía una década más tarde de mi nacimiento. Dulce Liberal (aun sin el apellido del marido): todo un programa expresado en un nombre.
En franco contraste con las circunstancias de mi nacimiento, que la avergonzaban, a lo mejor justamente para cubrir las vergüenzas, mi madre -¿o debo decir mi abuela?- eligió el nombre de una de las mujeres no solo más hermosas sino también con mayor reconocimiento social de la época. Una elección que trasluce su aspiración a que yo llegara a ser como la admirada: que brillara en sociedad, pero ¿cómo, siendo a la vez invisible?¿Como una estrella fugaz? ¿Como una luciérnaga? Pero aun ellas tenían derecho a estar, aunque sea una noche, aunque sea un segundo…
Era -es- como si mi nacimiento y presencia, por los que la familia había caído en desgracia, debían ser al mismo tiempo reparadores. Como si esa niña, fruto del pecado por haber sido concebida fuera del matrimonio, al portar aquel nombre tan cargado, pudiera convertirse, con un toque de varita mágica, en la princesa que iba a lavar el honor de la familia. 
Al fin y al cabo, el héroe de la novela de caballerías es concebido en una primera relación sexual entre una doncella y un caballero, relación que solo ha sido consagrada por el amor de ambos y un juramento. Quizás sea también el destino de las heroínas… ¡Ay, cómo me está gustando esto de irme por las ramas!
Y es que a mí solían llamarme «Dulcinea». Mi abuela y mi tía sobre todo. «Dulcinea del Toboso» incluso, para que no cupieran dudas sobre la procedencia del apelativo. Como quien no quiere la cosa, da la casualidad que Dulcinea nunca aparece en la novela (El subrayado es mío. ¿Y de quién si no? Se preguntarán ustedes.) No es más que una fantasía en la perturbada mente de Alonso Quijano, que ha dado en hacerse caballero y, como tal, necesita una dama a quien dedicarle sus hazañas. Recuerda en aquel momento a una labradora, Aldonza Lorenzo, de la que ha estado vagamente enamorado, y la transforma en la amada de su corazón. Dulcinea es entonces una ficción dentro de la ficción. Ni siquiera existe en el espacio ficticio de la novela. Y hete aquí por dónde, y sin que lo hubiera previsto, volvemos al punto de partida, al primer mandato: «serás invisible». 
Pero, y acá viene lo interesante, aunque invisible, Dulcinea es omnipresente y, para colmo, la encarnación de la virtud y la belleza. Es decir que logra ser sin estar, lo que se supone que debo hacer yo y nunca he conseguido: brillar sin apenas existir. Hay que ver que tiene la enorme ventaja de vivir en el eterno y flexible mundo de la ficción. Pero también Dulce Liberal, mujer de carne y hueso, supo ser centro en una sociedad que, de tan lejana, allá en París, podía ser percibida como imaginaria, o al menos inalcanzable, por sus compatriotas al otro lado del mar. Al fin y al cabo, no era sino una foto en blanco y negro, sacada en unos jardines remotos, en la página de una revista que hojeaba mi madre embarazada en la cocina. 
Ambas, Dulce y Dulcinea, representan, en todo caso, un ideal y es en este punto, estimados lectores que me han seguido hasta acá, que me están entrando de nuevo unas ganas tremendas de seguir trepando por ese gran árbol que me deja irme por sus ramas por el solo placer de perderme en el follaje. Así que, prendida de una ramita insignificante pero bien ubicada, les cuento que la Irmet solía decirme que yo era «la más linda, la más buena y la más inteligente del mundo». Por supuesto que hacía mella en mí semejante afirmación, pero me costaba creerla, sobre todo la parte de la lindura (la bondad y la inteligencia siendo mucho más difíciles de medir) porque yo veía, con mis propios ojos, a muchas otras niñas que me parecían muy lindas, mucho más lindas que yo. Mi percepción entraba entonces en conflicto con la palabra de mi abuela que era, por definición, perfecta e incuestionable. Si ella tenía razón, lo que yo veía no era cierto. 
Y es que nada de lo que yo veía era cierto.  ¿Porque cómo pueden ser ciertas las sensaciones de un personaje de ficción? Un personaje no tiene sensaciones. Es el autor de la trama quien se las presta, quien las nombra a su antojo. De modo que todo lo que yo sentía, no tenía la más mínima importancia. Yo -mi cuerpo, mi existencia- no era sino el vehículo a través del cual se expresaban las necesidades de mis autoras, mi abuela y mi madre, en ese orden. Mi madre, al fin y al cabo, solo había dado la materia, la carne que había cargado en su vientre. Mi abuela, en cambio, había llevado a cabo la ingente tarea de darle forma al sinsentido de concebir sin honra, de poner orden en la desvergüenza, creando a partir de esa masa de células bastarda, esa criatura destinada a la ilegalidad, un personaje digno de cuento de hadas, con un nombre de la alta sociedad que además incluía un toque literario, y una fecha de nacimiento que no pudiera ser cuestionada. Una niña llamada María Dulce, nacida nueve meses después de la boda, un día que coincidía con el aniversario de la fundación de Buenos Aires.

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