Ahora hablo yo -octava parte-

Yo, según consta en la partida, había nacido el 11 de junio y ésa fue la versión que privilegió, contra toda lógica, mi madre. Ella, que sostenía que a los niños hay que decirles siempre la verdad, se la negó a sus propios hijos. No solo a mí, también a mis hermanos quienes, a diferencia de mis primos, vivieron cincuenta años engañados. Ella, que decía admirar mi inteligencia, la insultó al quitarme la posibilidad de acceso a datos fiables. Tal vez pensara que me protegía, pero ¿cómo se puede proteger a alguien de la verdad? 
Si hay algo que me da rabia en esta vida, algo que me da más pena que la misma muerte, es el engaño, traicionar la confianza de un inocente. De los relatos del Holocausto u otros crímenes contra la humanidad, siempre me ha afectado más que las privaciones y atrocidades el engaño. Todas esas gentes a quienes obligaban a desnudarse haciéndoles creer que se iban a duchar y descubrían demasiado tarde que las estaban asfixiando. O esos indígenas que, durante la Campaña del Desierto, fueron invitados a comer por los militares argentinos un banquete envenenado. Imagino a la mujer quitándose la ropa, cubriéndose con las manos por pudor y frío, un cierto alivio en el rostro porque al fin se va a poder lavar. O al indígena comiéndose con los ojos los manjares que han mandado preparar los blancos para celebrar la paz. Ambos acometen la tarea sin la más mínima sospecha de que quien les ofrece la ducha o la comida, lo está haciendo para matarlos. Su mirada inocente, la buena disposición ante el acto que va a liquidarlos, la confianza en el otro sin sospechar sus propósitos ocultos, me apena más que su muerte. Un poco como la mirada de la vaca que va al matadero. ¿Te acordás, Ma, que a vos te afectaba? El animal sumiso que se entrega a lo que venga sin rebelarse. 
No sé cómo era exactamente el sentimiento que te generaba, pero a mí la traición de la inocencia me da una tristeza infinita, un llanto de ésos que brotan del fondo del pecho y no lo podés parar. Una pena tan pero tan grande que cubre la rabia, no la deja salir. La rabia contra los victimarios, que debería estar ahí pero no se ve. 
Y no sé por qué veo ahora a la nena que yo era yendo a festejar su cumpleaños número seis o siete en el Club de Viajantes de Pergamino. Es una tarde nublada -el 11 de junio es invierno- y la nena, de punta en blanco, con el pelo recogido por vos, Ma, en una media cola, se pasea entre los juegos, camina por las baldosas de cemento del patio, mientras espera la llegada de los invitados. Hay por ahí unas fotos en blanco y negro donde se la ve rodeada de un montón de nenes y nenas, compañeros de escuela o hijos de tus amigas, a punto de soplar las velitas de una torta decorada con rosas. Me da una pena esa nena, Ma. Me da pena porque solo yo sé cuánto candor y cuánta soledad había en ella. Cuanto vacío sentía esos 11 de junio en que se suponía debía estar contenta sin hallar explicación a tan extraño sentimiento.
Todos esos años celebrando un cumpleaños que no era, engañada por las personas que yo más quería. ¿Cómo podías? ¿Cómo pudiste hacerlo tanto tiempo? Mentirle a tu hija cada instante de su vida, a conciencia. Hace poco me dijo mi tía que me imaginaba leyendo el horóscopo equivocado y le daba pena. A ella también. 
Es un rasgo de la familia, quizás es un rasgo humano, común a toda persona que tenga empatía, sentir el engaño al inocente como doloroso. Una se proyecta en la víctima de la mentira y le dan ganas de sacarla de ahí, para que deje de sufrir. Y acá es definitivamente donde no te entiendo, Ma. Yo sé que eras sensible, que te afectaba enormemente la suerte de las víctimas. ¿Por qué me hiciste a mí víctima a sabiendas? Sí, admitilo. A vos te gustaba decirte víctima -y lo eras, de la situación creada por tu madre- pero también fuiste victimaria. De mí, tu propia hija, encerrándome en una situación sin salida.
A menos que me diera cuenta de que estaban jugando a la búsqueda del tesoro. Pero eso -empezar a entender las reglas del juego- fue mucho más tarde. Hace apenas dos años y medio. Cuando te moriste, Ma. Y lo escribo así, en segunda persona, hablándote como si te pudiera llamar y vos fueras a aparecer por la pantalla, como por una ventana que da a Tornquist o al cuarto del fondo de Suipacha, un poco como si te hubieras quedado adentro de la computadora. Cuando te moriste, Ma, Papo tomó, como se dice en francés, su coraje con las dos manos y me contó lo de mi nacimiento. Lo que vos nunca quisiste contarme. No sé si desde el lugar donde estás podés ver lo que nos pasa a nosotros, los que más te quisimos. No sé si viste a Papo contándome todo en la cocina ni si sentiste mis reticencias y mi rabia con vos por la mentira. No sé si también sentiste rabia con él y conmigo porque tanto esfuerzo por guardar el secreto no solo había resultado vano sino que además a él le tocaba el mejor rol, el del liberador, y a vos, el de la mala de la película. Vos siempre dijiste que Papo era un « estómago resfriado »,  y resultó que sí, que tenías razón. Pero no te das una idea de cuánto me alegra que sea así. Gracias a esa revelación, yo empecé a entender alguna cosa sobre mi vida.

¿Y a que no sabés qué, Ma? Ahora estamos todos en cuarentena, todos, toda la humanidad, no solo vos y yo. ¿Te imaginás? No sé si podés verlo desde donde estás, pero en este momento todo el mundo -literalmente hablando- tiene que hacer cuarentena a causa de un virus. Y lo que es curioso es que, mientras muchos entran en pánico o se aburren como ostras, yo me siento lo más bien. Me conviene este estado. Y es que yo ya lo he vivido. La cuarentena es una de las memorias más antiguas de mi cuerpo. Es un estuche que conozco. Me da el espacio exacto que necesito para ser yo.Yo, que en mis cincuenta y seis años de vida, he sabido ser invisible y estar en varios sitios al mismo tiempo.

Comentarios

Entradas populares