¿Santa?

Carga tanto odio desde que mataron a Ismael que imagina que sólo la venganza podrá saciarla. Mentalmente los ha ido matando a todos, infames cerdos capitalistas, infieles hijos de la sociedad de consumo, todos cómplices de la muerte del hermano. En cada hombre o mujer que se cruza en la calle, sobre todo en las mujeres, que andan mostrando desvergonzadas las cabelleras, ve a un enemigo que merece pagar con su vida su pertenencia a un mundo que ha cometido la audacia de desafiar al Creador, Allah, que todo lo puede y todo determina desde el principio de los tiempos. Ella es mejor que todos ellos, a ella la guía el Omnipotente, por eso tiene la certeza de estar actuando como la más fiel de las creyentes y sabe que en el Paraíso recibirá eterna recompensa.
Ha salido de su casa con el paso firme de quien va al encuentro de su destino. Lleva los bolsillos llenos de piedrecillas y clavos y le incomoda un poco el dispositivo alrededor de la cintura pero camina con dignidad, como si no sintiera el peso de su misión. Ha saludado con el mismo desdén de siempre a los vecinos occidentales del edificio que le han devuelto el saludo con la misma indiferencia acostumbrada, y se ha dirigido a la estación de metro. Son las siete y treinta y dos. Dentro de media hora habrá acabado todo.

A las ocho menos cinco, después de haber tomado un ramal, hecho trasbordo a través de largos pasillos y tomado un segundo tren, se encuentra en su destino con algunos minutos de avance. Está, como previsto, en un andén repleto de gente que a esa hora va al trabajo aún soñolienta. Hay también un grupo de niños de una escuela que, como todos los niños, se empujan, gritan, se ríen y aturden con su bullicio a los otros pasajeros. De repente, inesperadamente, del grupo de escolares se desprende un muchachito menudo de ojillos luminosos que al verla la reconoce y se le acerca con una gran sonrisa. ‘¡Tía!’ ‘Habib, ¿qué haces tú aquí?’ ‘Vamos de excursión con la escuela.’ ‘¿Ahora?’ El niño no comprende su expresión de alarma y menos aún su orden desesperada. ‘¡Vete, vete! Aléjate de mí, corre.’ ‘No puedo. Vamos de excursión con la escuela. El maestro se enfadaría.’ ‘Rápido. No importa el maestro.Vete.’ El niño la mira desconcertado pero no obedece, piensa que su tía se ha vuelto loca. En ese momento llega el metro y la gente se precipita hacia las puertas. Los que quieren subir empujan a los que bajan. Habib se ha separado con un vago gesto de despedida pero está apenas unos metros más allá con los otros niños. Son las ocho. Dentro de treinta segundos explotará todo. Ella está aterrada. Súbitamente ha comprendido que lo que está a punto de suceder es irreversible. Piensa en su hermana, en la tristeza en que la dejará la pérdida del hijo y quisiera huir muy lejos para no tener nada que ver con lo que aquí ocurra. Pero ya es demasiado tarde. Lo último que siente es un clic y enseguida un fuego ardiente la taladra. Algo en ella se eleva y desde la altura ve cómo su cuerpo se desgarra en mil pedazos. La onda expansiva de la bomba quema a los pasajeros más cercanos que se convierten en cenizas y sacude las paredes que se desmoronan sobre la multitud mientras piedras y clavos salen disparados como proyectiles. Alcanza a ver a Habib, tendido en el suelo, su cuerpito tiznado, magullado, sangrando donde vidrios y escombros lo han herido de muerte, y no sabe cómo su alma lo besa. Luego sigue subiendo por encima del polvo y el humo hacia la morada del Juez Supremo a quien quizás conmueva su último gesto de amor.

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