Dos hermanos

He quedado con Aurelia en la puerta de un hotel. La he visto sólo una vez y, sin embargo, no dudo un instante al percibir su silueta a la distancia que se trata de ella: su postura es idéntica a la de Claudia. Es innegable que son hermanas. Y cuando se acerca y conversamos, comprendo intuitivamente todo lo que en varios años de encuentros y charlas mundanas o profundas, no había comprendido aún de Claudia. Como si la presencia de una iluminara la ausencia de la otra.
Dos hermanos son como las dos caras de una misma moneda. Dos hermanos de los mismos padres, del mismo sexo y sin otros hermanos, son cada uno cara y cruz del conjunto de aspiraciones de una pareja en determinado momento y juntos llevan el peso de esa herencia. Como esas pinturas que se hacen con manchas de tinta y plegando el papel en dos, se distribuyen entre ambos colores y sombras a partir del pliegue invisible pero omnipresente de la hoja. Mucho más que en las fratrías numerosas o en las que conviven los dos sexos, y a diferencia del hijo único que carece del límite que crea la presencia del otro, hermano y hermano, hermana y hermana, crecen y viven hasta viejos en esa complementariedad obligada que llevan inscripta en ellos de manera indeleble aun cuando uno de los dos esté ausente.
Así, no se puede comprender a Ernest sin Norbert, el hermano mayor muerto en la flor de la vida y a cuyos hijos ha querido darles siempre todo como si tuviera que pedirles disculpas por la ausencia súbita del padre. O a mi madre sin mi tía, la caprichosa que ha cerrado el espacio para ella sola obligando a mi madre a crear uno diferente, quizás más sano, pero sufriendo irremediablemente de la marginalidad a la que se siente condenada por la otra.
Y claro, mis hijos, Lorenzo y Oliver... Cada uno es todo lo que no es el otro y, sin embargo, se parecen. El amor de Oliver por Lorenzo es admiración por el hermano mayor y también deseo de protegerlo para que no se noten sus torpezas. El amor de Lorenzo por Oliver es condescendencia por el hermano menor pero también la certeza de que puede contar con él siempre. Esos sentimientos se han tejido en horas de complicidad cuando los padres no estamos y probablemente se han ahondado después de la separación pues cada uno es garantía de una continuidad de convivencia para el otro: juntos van de mi casa a la del padre y juntos vuelven, juntos preparan lo que llevan de equipaje. Sobre todo, el otro es el único testigo todo el tiempo, la única persona a la que no puede hacerle creer algo que no es cierto.
Sabe Dios por dónde los llevarán los caminos pero, estén donde estén, serán ante todo, aún antes que mis hijos, uno el hermano del otro: reflejo profundo que recuerda el origen, segunda voz privilegiada, tronco común, aquél que cuida con uno las más viejas vivencias.

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