Manifestaciones del reino animal

“Un día le oí decir a una indígena Nasa, en un diálogo en la oficina de Naciones Unidas: “hay una diferencia entre ustedes y nosotros, nosotros no somos hijos de Dios, nosotros somos hijos del agua y de la estrella”. Esa frase me conmovió, porque allí estaba cifrado el gran conflicto de la conquista de América: el choque entre unos pueblos para los que el mundo era sagrado, como para todos los panteístas, animistas y politeístas del planeta entero, incluidos los egipcios, los griegos y los romanos antiguos, y los pueblos de la Europa de la Edad Media, que ya sólo creían en la sacralidad del espíritu. Europa ha destruido su naturaleza porque sólo cree en la superioridad del espíritu humano; América, hasta hace cinco siglos, vivía todavía en un orden mítico en el cual eran sagrados, como en la India actual, los ríos y los bosques, los animales y las lluvias, la tierra y el cielo.”
William Ospina, La riqueza escondida
Los atunes rojos no pudieron viajar todos juntos hasta el puerto de Doha y organizar una gran manifestación para oponerse a que sigan exterminándolos. Así como los osos polares no van a Nueva York para protestar delante de las Naciones Unidas ni vienen a Bruselas para hacer escándalo delante de las instituciones europeas, ni tampoco lo hacen los gorilas, los koalas, los cóndores, los elefantes, las jirafas, los tigres, las ballenas, los lagartos, los zorros, las tortugas, los pumas, los murciélagos, los lobos, las vicuñas, los venados, las águilas, los patos, los osos, las ranas, los colibríes, los escuerzos, las focas, los delfines, los pandas, los linces, los perezosos, los leopardos, los orangutanes, los osos hormigueros, los tatús, los tucanes, los albatros, los guacamayos, las chinchillas, los guanacos, los vampiros...
A diferencia de los arrogantes seres humanos que desde hace siglos tenemos la pretensión de dominar el planeta y poner todas las demás especies a nuestro servicio a costa de crueldades indescriptibles, a los animales les basta con vivir: nacer, crecer, reproducirse y morir en un territorio. Todo ello sin ningún fin productivo más que la llana y simple libertad de movimiento y existencia. Me pregunto si no es en gran medida por envidia de esa libertad tan rotunda –alcanza con ver un pájaro remontando vuelo, una ballena nadando o un caballo galopando...- que los seres humanos hemos querido controlarlos y esclavizarlos. Hasta tal punto hoy en día que hemos puesto en peligro su supervivencia. Y ellos, que nunca han sabido agremiarse pues dan por sentado su derecho a la vida, no salen a las calles a manifestar.
Qué belleza inaudita sería un desfile de amarillos felinos, de pardos mamíferos, de verdes reptiles y anfibios avanzando determinados por la Calle de la Ley sobrevolados por una bandada azul violácea o turquesa y, atrás, allí donde los rayos solares crean un espejismo marino, cerrarían el cortejo atunes y cetáceos, todos juntos para denunciar la tremenda injusticia a la que el homo sapiens los ha sometido.

Sabemos, sin embargo, que no sucederá. Es tan fácil someter al vulnerable e inocente, tan sencillo decidir por ellos en su desventaja. Cuántas veces ha ocurrido en la historia. Pero también ha pasado que a veces le ha servido a la gente salir a la calle y presionar con su presencia y obligar a algunos progresos.
Si nos bajáramos de nuestro pedestal histórico, si reconociéramos como los indígenas americanos que todos los seres vivos somos hijos de la misma madre Tierra, si tuviéramos la amplitud de horizontes suficiente como para comprender que dependemos todos unos de otros y que no sobreviviremos muchos años más allá de la extinción de las otras especies, juntaríamos quizá el coraje suficiente para exigirles a los poderosos que basta, que el planeta no es propiedad privada de ellos ni de nadie, que el planeta es de todos los seres vivos que lo habitamos y que todos tenemos el derecho de disfrutarlo y el deber –sagrado- de cuidarlo.

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