Ahora hablo yo -novena parte-

Segundo mandato: tendrás el don de la ubicuidad. 
Dice el diccionario que la ubicuidad es una característica que solo se puede aplicar a Dios. Dios escrito así, con mayúscula, como en las religiones monoteístas, cosa que no me convence demasiado. Hace tiempo que prefiero los plurales dioses paganos en minúscula, lo cual incluye a diosas también. Sea como sea, cualquiera que me conozca sabrá que no soy diosa. Ni diosa ni buena moza ni lo quiero ser porque, ya lo auguraba la canción, « las buenamozas se echan a perder ». Y eso, porque, quieras que no, el tiempo pasa. Lo dijo Pablo y lo cantó Mercedes, así que ponele la firma. 
Pero, bueno, al grano. Que acabo de poner un título y, en lugar de ajustarme a él, estoy agarrando para donde agarró Reynoso. No, ya sé, ustedes no tienen idea de quién era el tal Reynoso ni para donde iba. Les confieso que yo tampoco. Y al parecer la expresión data de varias generaciones atrás porque acabo de googlearlo y no figura por ninguna parte. Pero era lo que decían en mi casa como equivalente a irse por las ramas o « agarrar para el lado de los tomates », frasecita ésta que también tiene sus años pero han de ser un poco menos pues sí aparece en internet.
Internet que, dirán ustedes y no les faltará razón, a pesar de lo que diga el diccionario -y quizá en un futuro no muy lejano a la Academia le dé por cambiar la definición- , internet, digo, que ha puesto la ubicuidad al alcance del común de los mortales. Basta con llamar a una o más personas por skype, zoom o cualquiera de estas plataformas que han florecido en tiempos de cuarentena, para experimentar las sensaciones de estar al mismo tiempo en mi espacio habitual y en otro u otros lejanos del lado opuesto de la pantalla. Si yo estoy en un país donde hace calor y es de noche, y llamo a alguien que está en un país lejano donde hace frío y es de día, y ese alguien me cuenta, pero sobre todo me muestra con su cámara, lo que pasa allá, a través de sus palabras y las imágenes puedo sentir lo que el otro siente, logro imaginar la luz, la temperatura, los espacios donde se mueve.
Pero imaginar es aquí la palabra clave. Es lo que imagino en contacto con el otro a través de dos de los cinco sentidos, verlo y oírlo y dejarme llevar por su relato, lo que me permite reconstruir su entorno, vivir, durante el rato que dura la conversación, como si estuviera con él. Maravilloso, admito.
Nada que no haya hecho el cine o la literatura, sin embargo, les diré a todos los que no juran sino por la tecnología y beben de ella como si fuera el maná celestial. La ubicuidad que conocemos los seres humanos en estas coordenadas espacio-temporales en que nos toca vivir, no es sino una pseudo ubicuidad, una ilusión de ubicuidad que se alimenta del poder de la imaginación.
La imaginación y el sueño nos han permitido desde tiempos inmemoriales viajar a otras dimensiones y descubrir aspectos desconocidos de nuestros universos. Algunos pueblos otorgaban a lo sucedido en sueños tanto o más valor que a la vigilia. Los lugares que visitaban dormidos, los visitaban realmente. Habían estado ahí, en esas montañas, y conversado con esos ancestros que tenían algo importante que comunicar al mundo despierto.
En los sueños, la imaginación teje con todos los datos de que dispone, que son muchos más de lo que tenemos consciencia, una trama en que los acontecimientos adquieren sentidos diferentes de los habituales, reveladores a veces de algo oculto. Mi madre nunca se acordaba de los suyos. A mí, que soñaba con inventar una cámara para grabar los míos, cuya mezcla de imágenes me fascinaba, me parecía muy raro. Es más, sentía que en ese punto era más fuerte que ella, que tenía un poder. 
Y ahora mismo me acuerdo de un sueño muy significativo que tuve en la infancia y le conté. Y es que mi madre y yo vivíamos en fusión mental, ella dentro de mi cabeza, más que yo en la de ella, para ser sincera, y era normal que le contara todo lo que se me ocurría. Y como ella a su vez vivía en fusión mental con su madre y también se contaban todo una a la otra, por ley de transitividad, andábamos las tres por el mundo, cada una como la sucursal de la otra, en un enredo de cables que para qué les voy a contar. A veces, cuando estaba pensativa, cosa que me sucedía a menudo, mi madre, en un ritual al que me tenía acostumbrada, me miraba y me decía: «A vos te pasa algo. Yo te conozco como la palma de mi mano.» O como si me hubiera parido, lo cual venía al caso. Alguna vez la pegaba y, en efecto, estaba yo esperando a que me diera el pie para hablarle de una preocupación que me carcomía. Pero otras no. Lograba, sin embargo, por medio de ese truco, que ella sin duda juzgaba normal y parte de su rol de madre ya que había vivido lo mismo con la suya, que yo me preocupara y me imaginara que realmente estaba pensando en cosas que no debía. Y entonces iba y le contaba lo que a mis ojos de niña eran pensamientos o sentimientos espantosos que me llenaban de culpa, y ella, en general, solía tranquilizarme quitándole importancia a lo que fuera que yo sintiera o pensara. 
Por esas mismas razones, era natural que yo le contara mis sueños. Tanto más cuanto que para ella, que no soñaba, debían representar una novedad, creía yo. Tendría yo al menos ocho o nueve años pues ya vivíamos en Buenos Aires, en el departamento de Suipacha. En mi recuerdo estoy en la cocina, de pie o paseándome, hablándole a mi madre que debe de haber estado ocupada secando y guardando platos, y me escuchaba quizá un poco distraída. Yo quería contarle un sueño muy raro que había tenido, un sueño del que la vigilia había difuminado las imágenes pero cuyo mensaje central permanecía bien presente: había soñado que mi cumpleaños no era el 11 de junio sino otro día.
A mí me resultaba más bien cómico o absurdo y así se lo debo de haber contado, sin darle importancia. «Anoche soñé que cumplía años el 11 de noviembre,» habré dejado caer con el mismo tono en que le contaba lo que había dicho la maestra o hecho alguna chica de la escuela. No recuerdo la reacción de mi madre. En todo caso, si acusó recibo, supo disimularlo. Probablemente siguió enjuagando las tazas del desayuno inclinada sobre la pileta como si nada, maestra en el arte de fingir, leal discípula de mi abuela. Y yo etiqueté el episodio como ‘curiosidad’ y lo dejé esconderse bajo capas y capas de imágenes o destellos sinápticos. 
Pero hay algo más que me decía mi inconsciente en ese sueño, algo cuyas piezas se ajustan al complejo engranaje de la historia familiar con precisión de relojería y de lo que no me daba cuenta hasta ahora. Y es que tampoco era banal la elección de aquella fecha. El 11 de noviembre, uno o dos años antes -y es gracias a ello que deduzco la edad que tenía entonces- había tomado mi primera comunión en la basílica del Santísimo Sacramento, a un paso de la Plaza San Martín, muy cerca de Suipacha y de la escuela. Aquella mañana de primavera habremos cruzado la plaza, las niñas que comulgaríamos por primera vez y nuestras familias, el tramo junto al monumento ecuestre reverberante de sol en las baldosas blancas y luego amparados bajo las altas copas, quizá ya florecidas, de las tipas, y habremos penetrado la iglesia en sombras. 
No era casual que la escuela que, aunque estatal, era quien organizaba los cursos de catequesis, eligiera esa fecha para la comunión, ya que el 11 de noviembre se celebra San Martín de Tours, santo patrono de la ciudad de Buenos Aires. 
A muchos sorprenderá que este santo lejano, sin ningún arraigo en tierras americanas, sea patrono de la reina del Plata, y el hecho es que, según la leyenda, se eligió al azar. En octubre de 1580, en el Cabildo de la recién fundada ciudad, un funcionario habría sacado de una bolsa de terciopelo su nombre y la reacción general habría sido de rechazo, pues era un santo de poco prestigio. Pero, cuando al segundo y tercer intento, habría vuelto a salir el mismo nombre, se concluyó que no debía de ser casualidad. Aquello era un signo. Así que, sin más tramite, se lo nombró Santo Patrono. El hecho de que, siglos más tarde, el patriota que liberaría el país del dominio español se llamara San Martín, el de la estatua ecuestre en la plaza, vino a refrendar el acierto de la elección.
A muchos sorprenderá este hecho, digo, pero no a los porteños, que lo damos por sentado, como al río, cuya presencia casi invisible tras las sucesivas hileras de edificios delata el aire húmedo, el mismo que nos mata en cualquier estación, haciendo más pesado el calor de enero o calando los huesos en invierno. Los dos 11, el de junio y el de noviembre, son fechas fundacionales, forman parte del marco en el que se sujeta la urdimbre porteña, de la que mi vida es apenas uno de los cientos de miles de hilos que la atraviesan para tejer la trama, pero el hecho de coincidir con ella, con Buenos Aires quiero decir, en esos dos puntos, nuestras fundaciones y nuestros ritos sagrados, me conferían un privilegio, una complicidad de cuna, daban una puntada - ¿una punzada?- que me cosía a ella con fe inquebrantable. A menos que el doble pespunte no fuera sino un hilván, una puntadita rápida como proponía -¿imponía?- dar la Irmet si, justo cuando ibas a salir, veía un detallecito que no le gustaba. « No vas a ir así, querida. Dejame que le dé una puntadita rápida. » Y ahí nomás sacaba hilo y aguja y te inmovilizaba delante de la puerta de calle.
Sí. Resultó que el 11 de junio no era más que un hilván, y el 11 de noviembre, el reflejo de la puntadita rápida pero certera de mi abuela materna. Ambas, banderitas -¿de taxi libre?-, pistas, que me gritaba mi inconsciente desesperado - Prestá atención a las fechas, nena, ¿no ves?- sin que yo pudiera descifrarlas. Hay que ver que nadie me ayudaba. Pero ya estaba toda ahí, en ese sueño, la verdad que me sería revelada casi cincuenta años más tarde. Porque ambas fechas apuntan a aspectos de la historia porteña que, traspuestos a mi vida, bien podrían leerse como indicios en una búsqueda del tesoro. 
Sin entrar en la larga y enredada historia familiar que abarca casi un siglo y tres o cuatro generaciones, y de la que daré cuenta más adelante, baste decir que la muy noble y muy leal ciudad de Buenos Aires fue fundada no una, sino dos veces. 
El miércoles 11 de junio de 1580 Juan de Garay, que había bajado desde Asunción como representante del Adelantado Juan de Torres de Vera y Aragón, fundó la actual Buenos Aires, a la que llamó Ciudad de Trinidad, casi en el mismo emplazamiento donde Pedro de Mendoza, andaluz, primer Adelantado del Río de la Plata, había establecido el puerto de Santa María del Buen Ayre, cuarenta y cuatro años y cuatro meses antes, el 3 de febrero de 1536. Tanto Garay como Mendoza morirían poco después de haberla fundado. Garay, tres años más tarde, a mano de los indígenas; Mendoza, apenas un año, enfermo, en el barco de regreso a su España natal. 
El martes 11 de junio de 1963 nació, según la partida, quien escribe. La interesada no lo sabía, pero la elección de la fecha era la pista principal, por no decir la única, para descubrir la verdad: que se trataba de una segunda fundación y que, por lo tanto, debía averiguar cuándo había sido la primera. Sí, quizás ésa haya sido la razón por la que se decidió el 11 y no otro día. Como si se tratara de jugar a la búsqueda del tesoro, resolviendo enigmas hasta encontrarlo.

Porque, como la ciudad porteña, yo tengo dos fundaciones: una segunda un 11 de junio, alta y festiva como el tronco sobre el cual cruza la espada Juan de Garay en todos los cuadros, y como el Obelisco, versión hiperbólica de aquel, escrita con bella caligrafía en un papel, pero falsa, y debajo de ella, oculta y carnal, una primera, de la que casi nadie se acuerda, cuarenta días antes. Cuatro, cuarenta y cuarenta y cuatro. Si viviera mi abuela, diría que tengo que jugarle al 4 a la quiniela. 

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