Adela desaparece, capítulo 4 en audioblog






Adela madre es redonda, como la cueva, como el ciclo que recorre cada año para llegar a ella.
Si el ser masculino avanza en la existencia trazando una línea que lo aleja del punto de partida, el ser femenino gira en círculos que lo llevan una y otra vez de regreso al origen.
Todos estamos hechos de hombre y mujer, a la vez masculino y femenino.
Pero Adela madre es toda ella mujer, un ser de tierra y agua que se mueve en ciclos predecibles, que al ritmo de las estaciones se aparea, espera, da a luz y alimenta.
Sirena sin cola de pez, varada en la playa, atrae con sus artes al navegante que se aventura solitario en las aguas saladas. El olor de la leche de sus pechos llega en el aire hasta el marino que, enloquecido de deseo, encalla. Destruida su embarcación, tendido en la arena, el hombre ve acercársele una mujer que se arrodilla junto a él en actitud de adoración, los pechos desnudos, y sucumbe. Embrujado, los ojos en los ojos de la sirena, se prende a los pezones desesperado y queda suspendido de su aliento y de su cuerpo el tiempo que ella decida. El tiempo de hacerle un hijo, una hija hembra.
Cuando nació Lea, Adela tenía los senos henchidos de leche buena y la sangre caliente. Una mañana dejó a las mayores en la casa y se fue a la cueva con la pequeña. Esa tarde llegó un hombre pelirrojo y barbado que se quedó con ella muchos días. Dicen que a él le entregó no sólo el cuerpo sino el alma, aunque quién sabe...
Volvió a la casa flotando y embarazada de su quinta hija, Elena, la más bella, con sus tirabuzones de fuego, corola de su rostro.
Como sus hermanas, Elena nació en la orilla del mar en primavera, una siesta en que una brisa tibia traía aroma a flores de tierra adentro. Las tres niñas, que jugaban en la playa más allá, se acercaron cuando la madre las llamó y descubrieron embelesadas los mechones rojos de la recién nacida, tan diferentes de las melenas oscuras y lacias de todas ellas.
Tan fascinada estaba la propia Adela con el cabello rojo de su hija, tan orgullosa de que su vientre hubiera engendrado una criatura tan extraordinaria, que quiso mostrarla al mundo. Una mañana de verano, todas ellas compuestas con sus mejores atuendos, vistió a la menor con un vestidito claro que resaltaba el color del pelo y, con las otras niñas, la llevó al pueblo en un rito que bien podía ser considerado una presentación en sociedad de la pequeña Elena.
Como las otras veces, fueron hasta la carretera por un camino que cortaba a través de las dunas y allí esperaron el ómnibus que iba al pueblo. Poco antes de mediodía, llegaron a la terminal frente a la plaza céntrica y, ante la mirada curiosa de algunos vecinos sentados a las mesas que del bar de la esquina habían sacado a la calle bajo los árboles, bajaron una a una, Marina, Adelita, Lea y, por último, la madre con Elena en brazos. A los que la miraban, una pizca de malicia en los ojos que no se le escapaba a ella, los saludó Adela con una inclinación de cabeza y ellos respondieron de igual modo. Luego atravesó la plaza, oronda de ir rodeada de su progenie, y a su paso se detuvieron a mirarla todos los hombres con que se cruzaron.
Adela madre era atractiva, como puede serlo una mujer joven y libre, y el colorido racimo que formaba con sus hijas, al avanzar la comitiva por las calles del pueblo, despertaba sentimientos ambiguos de placer y repudio en los conservadores habitantes. Algunas ventanas se abrieron fisgonas para verlas pasar, pero otros les dieron vuelta la cara o se cruzaron de vereda para no saludarlas.
En el almacén, salió a recibirlas la dueña con grandes alharacas, celebrando la belleza de las niñas y, en particular, la de la recién nacida, con sus rizos rojos que hacían tan bonito marco a la cara. Mientras la beba pasaba de brazos de una a otra de las vecinas allí reunidas, en medio de los halagos y las fiestas, una de las presentes dejó caer, como quien no quiere la cosa, que solo un hombre en el pueblo tenía exactamente el mismo pelo que la niña. Un segundo se interrumpieron la charla y los elogios, y Marina captó miradas de entendimiento entre todas ellas. Luego la misma mujer, imperturbable, descartó de un gesto de la mano la hipótesis sugerida: al fin y al cabo todos sabían que el hombre estaba felizmente casado con una dama muy digna que todas ellas conocían.
Si Adela comprendió la alusión, se hizo la tonta. Siguió intercambiando comentarios como si nada, compró lo que venía a buscar y salió otra vez a la calle con sus hijas. Al cruzar la plaza, antes de tomar el ómnibus de regreso, se detuvo en un banco a amamantar a la pequeña. Un hombre pelirrojo y barbado que acertaba a pasar por ahí, se quedó mirándola y ella le correspondió sin disimulo. Nada de todo esto se le escapó a Marina.
Poco después, una madrugada al cabo de una larga noche en que el calor le había impedido conciliar el sueño, Adela se deslizó fuera de la casa, con sigilo para no despertar a las niñas, y se dirigió a la cueva donde, sabía, la esperaba el hombre de la plaza.
Con el hombre rojo hizo Adela dos hijas más, Sara y Elsa, y a todo el mundo le resultó evidente pues las tres tenían la misma melena de fuego.
Por primera vez reincidía, aceptaba que un mismo hombre pudiera hacerle otras hijas, hijas de ambos entonces, hermanas hermanas de Elena. Al cabo de nueve meses, una tarde de primavera, nació Sara. Y un año después, Elsa. Las tres se parecían mucho y, de pequeñas, eran como botones de rosa que concentraran la belleza toda antes de abrirse. Contrastaba su color y su figura con los de las mayores, gráciles y espigadas con sus cabellos oscuros flotando desordenados en el viento.
Los años que siguieron al nacimiento de Elsa, sin embargo, no volvió a quedar embarazada. Algo pasó que detuvo el impulso fértil de Adela. Difícil saber qué. Si fue una pena, de amor u otra, no se vio. Al contrario, parecía satisfecha, colmada por la presencia risueña de su ramillete de hijas en la casa frente al mar.
Si alguien hubiera podido observarlas a la distancia sin ser visto, las siete en la casa o alrededor de ella, en la playa o en el agua, cada una ocupada en sus quehaceres, bañándose, pescando, leyendo, juntando mejillones, cosiendo, escribiendo, construyendo castillos de arena, se habría quedado extasiado ante la belleza que emanaba del conjunto, un todo armonioso enmarcado por mar y cielo, donde cada ser había encontrado su lugar en el mundo.
Nada en el cuadro estático, perfecto a esa distancia, dejaba entrever las tensiones, las grietas que con el correr de los años causarían quebrantos y rupturas.

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