Ahora hablo yo -tercera parte-

Entonces (...) un mandato es algo así como la misión que uno recibe de los ancestros, lo que tiene que realizar en esta vida para que ellos se queden contentos. 
 los estoy viendo, ya los veo poner el grito en el cielo. ¿Contentos? ¿No están requetemuertos los ancestros? Tranquilícense, muchachos, y óiganme bien. Claro que están muertos. Pero todos sus genes se andan paseando por nuestra sangre, con toda su información a cuestas, más las modificaciones que las vidas de los antepasados les hayan dejado marcadas. Epigenética que le dicen. Y, como si ello fuera poco, están todas las cosas que nos han dicho o nos han dejado de decir nuestros padres y abuelos sobre ellos mismos o sobre lo que decían o hacían sus padres y abuelos y bisabuelos. Todo lo cual conforma un buen conglomerado que va con nosotros a todas partes y nos impide, las más de las veces, lo que se ha dado en llamar el libre albedrío.
Y es que eso de que uno pueda ejercer su libertad en toda circunstancia es una mentira más grande que una casa. Andá a cantarle a Gardel. A otro perro con ese hueso. Decime vos, ¿cómo podría yo, habitada por toda esa gente que se la pasa expresando pensamientos y conductas contradictorias, tomar una decisión con toda libertad? 
A lo que iba es que, viviendo con nosotros desde la más tierna infancia, están esos dichosos mandatos, esas misiones que recibimos de nuestros ancestros. Cosas como, por ejemplo, “serás ingeniero agrónomo, como tu padre y su padre,” mandato que han recibido muchos miembros de mi familia, sobre todo los varones. O algo bastante más complicado, como “Serás invisible,” mandato que iba conmigo a todas partes pero que no logré explicitar sino después de arduos años de terapia y la revelación de un secreto.
En todo caso, las misiones que uno recibe de los ancestros se expresan en futuro. Algo así como los diez mandamientos de la Ley de Dios, pero personalizados. Metáfora ésta de la personalización que ofrece la ventaja de la claridad para el lector actual, acostumbrado a recibir en su correo electrónico mensajes idénticos a los que reciben millones de otros consumidores, pero personalizados, es decir, con su nombre y apellido y teniendo en cuenta alguno que otro hábito de búsqueda en internet. 
Aunque habrá que ajustar un poco la comparación. Porque la mayoría ha aprendido en el catecismo los diez mandamientos, o en su defecto puede encontrarlos en Wikipedia, pero no todos, por no decir bien pocos, saben cuáles son los mandatos a los que los han sentenciado sus antepasados. Cosa que no es sorprendente, dado que muy pocos antepasados se dirigen a nosotros directamente y nos los expresan con todas las letras.
Y acá es donde viene la parte más peliaguda de esto que estoy escribiendo, porque ¿cómo explicarles, y sobre todo cómo convencerlos, a ustedes, lectores racionales y altamente tecnológicos del siglo XXI, adiestrados en la necesidad de la prueba científica, aunque más no sea de nombre, de que es cierta una sensación inexplicable que se ha tenido toda la vida? 
Y es que, entre mis mandatos -mis mandados- que son muchos y contradictorios, hay algunos extremadamente raros por incompatibles con las leyes de la realidad tal como la conocemos. A saber, la ya mencionada “serás invisible”, y otras dos, “detendrás el tiempo” y “tendrás el don de la ubicuidad”. ¿Me pueden decir cómo alguien que no sea brujo podría cumplir con estas exigencias? 
Pero vayamos por partes y, aunque la materia no se preste, procedamos con rigor. ¿Por qué mis ancestros querrían que yo fuera invisible, detuviera el tiempo y pudiera estar en varios, al menos dos, sitios al mismo tiempo? ¿En qué aspectos o acontecimientos he sentido yo esto? Y ¿qué antepasados, de los muchos que tengo, sacarían provecho de la realización de esas misiones? 

Desde ya les digo que no estoy segura de poder responder a estas preguntas pero, como se afirma por ahí, quien no arriesga, no gana, y, aunque en este mundo de winners y losers tengo la certeza de no pertenecer a la primera categoría, voy a proceder como suelo hacerlo yo, con meticulosidad, procurando no dejar de lado ningún detalle, para sentir al menos que, aunque no sea una triunfadora, he hecho todo lo posible para cumplir con mi mandato.

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