A oscuras

que ni sé cuándo es de día
ni cuándo las noches son
sino por una avecilla,
que me cantaba al albor


Oscuro era el lugar donde vivíamos. Palpábamos las paredes para orientarnos. De haberlas visto, tal vez nos habrían asqueado por la mugre de décadas acumulada. Pero nuestras manos se movían por ellas como por la piel del amado. Esos muros eran nuestra referencia, el punto de partida de cada uno de nuestros movimientos, por eso el trazo que iban dejando los dedos por su superficie no solo era invisible a nuestros ojos sino que nos tenía sin cuidado.
Todo hacíamos a oscuras en aquel sótano y no temíamos toparnos con ningún obstáculo pues nadie que pudiera modificar el espacio venía nunca a vernos. Conocíamos de memoria cada recoveco y la ubicación de cada uno de los utensilios o prendas que usábamos a diario.
Por la mañana nos despertaba el trino de un canario que debía de vivir en algún balcón del vecindario. Su canto era la señal de que teníamos que levantarnos. Tanteábamos las sábanas húmedas de sudor y arrugadas hasta dar con la orilla de la cama, nos sentábamos y con los pies buscábamos las pantuflas que debían haber quedado allí donde las habíamos dejado al acostarnos. Oíamos entonces el arrastrar de los pies de los otros hacia la cocina y alguien llenaba de agua el hervidor eléctrico que al rato empezaba a producir los borbotones característicos. 
Nos sentábamos alrededor de la mesa redonda de la cocina codo con codo, con la certeza de que, al estirar la mano, hallaríamos la taza a la misma distancia de siempre, y sorbíamos el té al ritmo de las noticias que emitía una radio que uno de nosotros había encendido mientras otro cortaba el pan. 
Volver a la habitación después de desayunar, para quitarse el piyama y ponerse la ropa que había quedado doblada encima de la silla, era lo más difícil, porque podía suceder que nos desorientáramos y acabáramos en la cama y silla de otro. Oler las sábanas o la ropa era entonces el medio de cerciorarse de que eran las nuestras. Aun así, alguno se puso alguna vez la camisa o el pantalón de otro y anduvo el día entero metido en traje ajeno.
 A continuación venía el ritual del baño. Nos poníamos en fila, uno detrás de otro, delante de la puerta. El ruido del agua corriendo cuando el predecesor había tirado la cadena, era el signo de que nos tocaba.
Por fin, junto a la puerta, nos calzábamos y justo cuando en la radio daban las seis, salíamos. 
Afuera nos encandilaban las primeras luces del alba. Entornábamos los párpados para soportar el cambio brusco. Andábamos un trecho juntos, pegados a las paredes, aterrados de tener que cruzar calles abarrotadas de vehículos con focos rojos, amarillos o blancos. Hasta que llegábamos a los túneles y, tras despedirnos, cada uno penetraba en el suyo.
No sé qué hacían los otros. Supongo que, como yo, cavaban. Pasábamos las horas cavando con uñas y dientes -y no es un decir- , abriendo nuevas galerías, a solas en la oscuridad de la cueva. Yo me comía un poco de pan que había traído del sótano para matar el hambre y a veces me dormía en un rincón en el suelo. 
En cierto momento sonaba una sirena. Entonces salíamos. Estábamos felices de volver a vernos. Nos tocábamos unos a otros para comprobar que seguíamos vivos. Era de noche. Por las calles en sombras volvíamos a casa, ahí donde las paredes guardaban la memoria de nuestros días.

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