Un afgano en tu vida

A Sandra Valdés


Lo primero que ves es el enorme mostacho renegrido y la melena color ala de cuervo haciendo juego, ambos bien teñidos con henna para cubrir las canas que podrían envejecerlo. Las facciones marcadas que completan el retrato corresponden perfectamente al physique du rôle de quien fuera policía en su tierra, aunque se vea ahora reducido al papel más que secundario de migrante semi analfabeto.
Il a une gueule. No hay duda. Una jeta que bien podría ser de gaucho si no hubiera nacido en el corazón de Asia. No pasa desapercibido en el grupito de migrantes recién llegados que constituyen la clase. No solo por ser el único afgano entre puros sirios y marroquíes. No. Khan Agha tiene una presencia que se impone, aún sin hablar.
Una de las mujeres, una siria con alma de gitana, lo provoca abiertamente. “Ese es Khan Agha,” dice, cada vez que les muestras una foto donde aparece un hombre. Y él ríe, satisfecho de haber recobrado protagonismo.
Cuando se trata de cantar, los dos más jóvenes lo incitan: “Que cante Canadá”. Canadá lo llaman, en vez de Khan Agha, un poco en broma y otro poco porque no lo saben pronunciar. Y no paran de reírse cuando el otro se lanza con su vozarrón.
Hoy ha venido una niña a la clase, una preciosa niña de ojos verdes, sobrina de la gitana. Tendrá cuatro o cinco años a lo sumo. Te da la mano y se deja guiar hasta la bolsa donde se guardan los paquetes que te ayuda a distribuir. Después se sienta al lado de su tía y copia lo que hacen los mayores.
Khan Agha ha quedado sentado junto a la pequeña y lo ves atento y conmovido ante el más mínimo de sus movimientos. La gitanilla responde con sonrisas y se deja cargar. Durante un buen rato la clase toda gira en torno a ella. Hasta que, cansada de tanto juego, se acurruca entre los brazos de la tía, que decide llevársela a casa.
No cesan las risas tras la partida, sin embargo, como si la presencia de la niña hubiera impregnado todo de alegría. En cierto momento, mientras acomodamos mesas y sillas, Khan Agha se acerca a tu brazo y, con toda delicadeza, saca una cana que se había quedado pegada en tu pulóver. No sabes por qué el gesto te conmueve.

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