Tristes sombras trashumantes
Atrás, muy atrás,
tristes sombras trashumantes traspasaban fronteras. Transparentes a los ojos de
los otros, transitaban, a pie y descalzos, sin más transporte que sus
traslúcidas y estropeadas siluetas. Decir que en otros tiempos fueron hijos de
reyes que habitaban el centro del mundo. Decir que en otros sitios trescientos
millones de transeúntes atravesaban calles para ir a trabajar como siempre,
ignorantes del atroz destino de sus congéneres. Término tramposo la ignorancia.
¿Cómo no saber a través de los trescientos treinta mil canales de noticias lo
que transpiraba la Tierra en esos tiempos?
Los trashumantes
en el desierto, atravesados los cráneos por los rayos solares como flechas. Los
pueblos del Amazonas, desnudos de la selva que siempre los había protegido. Las
aves, perdidas sin árboles donde posarse. Los osos polares, ahogándose en un
mar helado, sin un témpano al que aferrarse. Y los transeúntes urbanos,
inquietos por el informe exigido en el trabajo o el sueldo aún no pagado,
caminando sin cesar de un lado a otro, olvidados del resto del mundo. Olvidados
de nómades, aves, osos, pueblos lejanos, jirafas, elefantes...
Hasta que sucedió
aquello.
La ciudad
amaneció bajo el agua. Las calles que los transeúntes recorrían, sumergidos en
preocupaciones burocráticas, eran ríos navegados por escritorios, coches
flotantes, sillas, colchones, archivadores, cajas y todo tipo de objetos
salidos por las ventanas de los pisos bajos de los edificios.
Sumidos en el
sueño, o apenas emergidos de él, los habitantes fueros arrastrados por las
súbitas corrientes que inundaron la ciudad. Muchos se ahogaron, como los osos.
Algunos lograron trepar a los pisos más altos o se dejaron llevar por la
corriente manteniéndose a flote como podían. Confiaban, apostados en las
azoteas o desde las ventanas, mirando pasar muebles, cadáveres, puertas,
ordenadores, ramas, que pronto se calmaría aquello, que bajarían las aguas y
que todo volvería a ser como antes. Pero llegó la noche y todo seguía igual.
Se acostaron
donde pudieron y durmieron, un ojo cerrado y el otro no, con la esperanza de
que el día siguiente aportaría buenas noticias. La primera claridad les
demostró lo contrario. De madrugada las aguas habían subido aún más y ahora
cubrían hasta el tercer o cuarto piso de todos los edificios hasta donde
alcanzaba la vista.
Alguien recordó,
en ronda improvisada sentados en el suelo en lo que parecía haber sido el
despacho de un director, la primera ciudad engullida por las aguas. Como una
moderna Atlántida, la Serenísima, la ciudad de los canales, había desaparecido
de la noche a la mañana. Durante algunos días, los venecianos se habían
refugiado en cúpulas y tejados, pendientes del más mínimo signo que les
indicara que las mareas empezaban a retirarse. Sin demasiada convicción,
Bruselas y Frankfurt habían despachado un par de helicópteros que rescataron
uno que otro damnificado. Pero nadie creyó realmente que Venecia se hundía sin
remedio hasta que vieron en las redes sociales, filmado por un reportero que
iba en uno de los helicópteros, cómo una ola gigantesca devoraba la Basílica de
San Marco. No se habló de otra cosa en las noticias durante dos o tres días.
Pero enseguida, movidos por la inercia y convencidos de que, al fin y al cabo,
Venecia siempre había estado amenazada por las aguas, lo cual daba a la
catástrofe una impresión de déjà vu, los transeúntes de las otras
ciudades retomaron sus rutinas.
Aquí y ahora,
sobre la moqueta húmeda y embarrada, el relato adquiría un nuevo significado.
Los que aún tenían fuerzas se expresaron. Hubo quien se puso a chillar de
pánico, pero la mayoría se obstinó en la negación: Aquí no ha pasado nada, ya
verán cómo todo volverá a ser como antes.
Un iluminado
habló de Noé y uno que había leído más que los otros, dijo que no era más que
una leyenda presente en las culturas más diversas. La idea de construir un
barco, sin embargo, emergió en los pensamientos de una mujer que hasta el
momento no había dicho ni una palabra. Quizás porque no tenían nada que perder,
algunos la escucharon y se pusieron manos a la obra.
Apremiados por
las aguas, que en ningún momento dejaron de subir, aprovechando hasta el más
mínimo objeto a su disposición como material, en poco más de una semana
construyeron una balsa algo precaria pero que se mantenía a flote. Alcanzaron a
embarcar justo a tiempo, cuando ya no les quedaba un piso superior al cual trepar.
Ahí andan, tristes sombras trashumantes, transitando a la deriva, transparentes
a los ojos de los otros.
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