La oreja izquierda
Zé Mourinho da Silva, siete años, se despertó con
un zumbido en el oído. Había soñado otra vez con el agua, un agua verde e
inmensa que venía de todas partes y avanzaba poderosa por la sabana, trayendo a
su paso frescura y plantas y alegría. Sentía todavía en la boca el alivio de la
sed y en la piel, una sensación refrescante que lo liberaba, como cada vez que
tenía ese sueño. El zumbido, sin embargo, era algo nuevo, como si se le hubiera
metido agua por las orejas mientras nadaba por la llanura acuosa.
Se incorporó. A su alrededor halló la misma tierra
pelada, blanda y ligera, sobre la que solía dormir solito, junto al cauce seco
del gran río por el que apenas corría de tarde en tarde un hilo barroso de
color grisáceo que la gente tomaba a falta de otra cosa. La gente: los escasos
pobladores que lograban sobrevivir arrancándole a ese suelo despoblado y árido,
lo poco que le quedaba, algún yuyo, unas semillas, una galleta de barro.
También su madre y sus hermanos andarían por ahí buscando cada uno el sustento
para la propia boca.
Según decían, hacía cientos de años, o quizás no
tantos, había habido en ese lugar una enorme selva, alimentada por numerosos
ríos y arroyos. Pero a él le resultaba difícil creerlo, viendo ese polvo rojizo
y liviano que volaba y se metía por todas partes, hasta por las fosas de la
nariz y las orejas, ni una mancha verde alrededor, ni una sombra, más que la de
algunos troncos raídos o de las telas que usaban para cubrirse.
Iba a tener que levantarse si quería buscar algo
para desayunar. Con mucho esfuerzo de sus miembros flacos, se puso de pie. El
oído izquierdo le seguía zumbando. ¿Quizás un pájaro se le había metido
adentro?
Dio dos pasos en dirección a las rocas rojas bajo
las cuales solía encontrar insectos. El sol de la mañana proyectaba sombras
hacia el oeste. A menudo, a falta de espejo, y hasta de una charca donde verse
reflejado, Zé se miraba en la silueta oscura que se extendía delante de él en
el suelo. Sobre el tronco menudo se tenía la cabeza, coronada de crines lacias
y tiesas de mugre.
Estaba acostumbrado a ver esas aspas sobresaliendo
en todas direcciones. Se reconocía en ellas. Pero hoy había algo diferente en
su sombra, algo nuevo que ayer no estaba. “¿Qué es esto?” y alzó la mano hacia
lo que veía en su oreja izquierda, la misma que seguía zumbando como un
abejorro.
Tocó una protuberancia carnosa que salía del hueco
y, para su sorpresa, mientras la sostenía entre sus dedos, la cosa empezó a
crecer. A medida que se ensanchaba y alargaba en múltiples ramificaciones, el
zumbido se hizo más grave hasta convertirse en una O profunda que se instaló en
su pecho con decisión de madre. La cosa, mientras tanto, había llegado a la
altura de su brazo y Zé vio, con sus propios ojos, que era verde.
¡Una planta! No le sorprendió a Zé que, con el agua
que se le había metido en sueños, alguna semilla que estuviera nadando en su
interior, hubiera germinado. Consideró con curiosidad la bella planta tropical
que, nacida de su oreja, estaba echando ramas, hojas, flores ¡y frutos! Zé
estiró la mano derecha hasta la rama más alta, cogió uno y se lo comió.
Luego llamó a sus hermanos y se sentaron todos en
círculo para desayunar.
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