Las manos


Llevaba en la mano izquierda un par de manos como quien lleva un portadocumentos. Eran manos de persona, grandes, blancas, limpias. Estaban cortadas del resto del cuerpo al que presumiblemente habían pertenecido a la altura de las muñecas, pero ni sangraban ni habían sangrado.
Iba caminando por una calle que podría haber sido la Avenida de Mayo. Era yo, pero a veces parecía un personaje masculino con un sombrero calzado hasta las cejas y el cuello del sobretodo levantado para protegerme del frío ¿o de las miradas indiscretas? Porque en algún momento alguien, desde un taxi con la puerta trasera entreabierta, me sacaba una foto y yo por primera vez pensaba que resultaba quizá sospechoso andar paseándose con un par de manos ajenas.
De lejos, a lo mejor, parecían guantes, pero yo sentía en el hueco de mi palma izquierda el volumen de ambas manos, puestas una contra la otra, como en oración o a punto de aplaudir, la suavidad de la piel, los huesos de las articulaciones y las carnosidades ahí donde era esperable encontrarlas. Sentía también tibieza, una temperatura agradable, como quien va de la mano con otra persona. No eran manos frías ni estaban rígidas. Parecían vivas.
¿Pero qué hacían esas manos en las mías? ¿De quién eran y adónde me llevaban? Porque yo avanzaba de prisa como queriendo llegar pronto a alguna parte. ¿Para dárselas a alguien?
En aquel momento entraba en escena una mujer que iba en dirección contraria. Venía hacia la cámara o quienquiera que estuviese de pie mirando la escena. Caminaba despacio por la vereda llevando de la mano a una niña muy pequeña, a quien no le quitaba los ojos de encima. Tan concentrada iba que es probable que ni me viera pasar a su lado alejándome con mis manos. Llevaba el pelo recogido y un vestido de verano estilo años ’60. Tal vez esa mujer era yo también. O a lo mejor mi madre.
Es decir que aparecía yo dos veces en la historia, masculina y femenina, apresurada y tranquila, vestida de verano y de invierno, con manos ajenas o niña propia, yendo a quien sabe dónde en direcciones opuestas.
De repente la mujer se agachaba a la altura de la niña y con infinito cuidado ponía sus grandes manos delgadas rodeando su torso y, un poco como si fuera un gato o un bebé de pocos meses, la alzaba hasta la altura de su cabeza, de modo que la niña y ella pudieran tener la misma vista. Parecía que quería mostrarle su perspectiva. La niña, que sin duda era yo también, miraba desde lo alto hacia el otro lado de la calle, que eran unas casas blancas a orillas de un canal, en un lugar muy lejos de la Avenida de Mayo. Luego se volvía y veía cómo la de las manos las ponía en los bolsillos del sobretodo y se alejaba silbando bajito.

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