Frutillas masacradas


En mi libro de lectura de primer grado -estoy hablando de 1969- en una de las páginas de la izquierda, se contaba la siguiente historia:
Un montón de frutillas estaban sobre la mesa de una cocina y se disponían a ser molidas por una licuadora. Eran frutillas con cara, capaces de hablar y formular opiniones. Lo curioso era que estaban contentas de su destino de aniquilación, abnegadas hasta el punto de estar dispuestas a inmolarse, todas ellas. Todas, excepto una, una frutillita muy chiquita, ¿una nena frutilla?, que se quería escapar. Tenía cara de susto la frutillita y se veían sus piernitas muy decididas a salir corriendo. Hasta que venía una señora frutilla, una maestra o una madre, y le decía: “Si te vas, no te convertirás en el rico jugo que alimentará a este niño”. Muy convincente había de ser el argumento porque la historia concluía: “Y la frutillita se quedó”. En el ángulo inferior derecho de la hoja, el niño en cuestión, merecedor de tamaño sacrificio, se tomaba el líquido rojo, producto de la masacre.
Siempre me dio pena la frutillita, su conato de rebelión terriblemente sano, ya que su vida estaba en peligro, cortado de raíz por esa señora frutilla, tan directora de escuela de aquellos años, con sus aires de sabelotodo, defendiendo valores por lo menos cuestionables, que la obligaba a morir por una causa de la que la otra no parecía nada convencida.
Y hasta el día de hoy me sigo preguntando qué quería decirnos a los niños de seis años quienquiera que fuese que escribió esa historia. Sin que me lo proponga, una de las primeras asociaciones de ideas que me surge es la de frutillas-personas desnudándose en orden para ser exterminadas en una licuadora-cámara de gas, una niña que trata de huir y alguien que la retiene a último momento, para que muera como todo el mundo.
Me dirán que a esa edad probablemente yo no había oído hablar del holocausto. Seguramente, pero sí había visto fotos de Anne Frank que mi mamá tenía pegadas en la cara interna del placard de su habitación de soltera y lo poco y vago que me habían contado me había impresionado bastante.
Lo que daba su aspecto más terrorífico a la historia era sin duda el carácter antropomórfico de los personajes, las expresiones de las frutillas. ¿Por qué unos seres que tenían cara de personas tenían que morir para que otros se los comieran? ¿Si eso no era una incitación al canibalismo? ¿Y por qué además estos seres, que no por casualidad eran femeninos, estaban felices de sacrificarse? Abnegadas frutillas que vertían su sangre por un vástago de ser humano.
Obediencia y sumisión, sacrificio por una causa considerada superior, son valores de la época. Castigar al rebelde, con más razón a la rebelde (se trata de una frutilla), antes de que les contagie las ganas a otros u otras, antes de que corra la noticia como reguero de pólvora. Matar la sublevación antes siquiera que despunte.
El miedo de la frutillita representa la mirada de la vaca que va al matadero resignada o el sufrimiento de cualquiera de los muchos animales que son criados o cazados o pescados para alimentarnos o vestirnos o darnos un capricho.
Los valores de la época -me atrevo a afirmar- no son los mismos que los de ahora. Somos sin duda menos obedientes y nos encanta gritar, sin mayor fundamento, que somos libres. Pero seguimos masacrando ballenas como frutillas.
Los valores de una época, de cualquier modo, no son unívocos, sino múltiples, heterogéneos y están en perpetuo movimiento. Al fin y al cabo, por los mismos años del libro de lectura, en otras partes del mundo cantaban “Strawberry fields forever”.

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