Hermanas de sangre
Una joven
africana de veinte años o poco más está de pie frente a mí, que voy sentada en
uno de los asientos laterales del tranvía. Como subimos muchos en Gare du Midi, y varios con carritos o
bolsas del mercado, no puedo saber quién va con quién. Un poco más allá, en uno
de los espacios triangulares sobreelevados que quedan entre los asientos, con
un velo casi idéntico al de la joven de veinte, está sentada una niña de ocho o
nueve años que apoya el mentón sobre el hombro de un niño muy parecido pero mayor
que ella, para mirar el juego que está jugando en el teléfono. Van muy
tranquilos y no molestan a nadie.
Unas paradas más
adelante, baja mucha gente y se libera el asiento que está justo detrás de la
joven de pie. No se sienta, sino que, con una actitud a mi juicio desproporcionadamente
autoritaria, le ordena a la niña que deje el lugar donde estaba y vaya a
sentarse en el que quedó libre. La niña obedece, pero no ha acabado de sentarse
que la mayor le está reprochando su postura -un poco de costado mirando por la
ventanilla- como no siendo adecuada para una señorita. Entretanto, el niño
también ha cambiado de sitio y se ha sentado medio inclinado sobre el teléfono
con las piernas abiertas y sin dejar un solo instante de estar pendiente de su
jueguito.
Puestos a buscar
argumentos para el reproche, yo habría dicho que el niño estaba muy mal sentado
y no le interesaba en lo más mínimo el resto del mundo, mientras que la niña se
estaba muy quieta, aun cuando el bolso de la mayor se le venía encima de la
cabeza con el movimiento del tranvía. Pero, a pesar de que nada hacía, la mayor
seguía encontrándole motivos para reprocharle.
En un punto llegó
a parecerme tan injusto que hubiera querido intervenir en defensa de la niña. Lo
único que se me ocurrió, sin embargo, fue avisarle a la mayor que tenía el
bolso abierto. Se sobresaltó y me miró con desconfianza cuando le dirigí la
palabra. Pero luego se giró para comprobar si era cierto y, en un gesto mal
programado, se le cayó al suelo todo el contenido del bolso. Lo recogió sin
inmutarse y, para volver a meter las cosas dentro, primero apoyó algunas entre
los brazos del niño y sobre la niña, un poco como si hubieran sido muebles.
Mientras tanto,
iban acercándose a destino. Entonces, en un tono en el que no había ni el más mínimo
reproche, le pidió al niño que le devolviera el teléfono que -lo supe solo en
ese momento- le pertenecía. Sin levantar la mirada de la pantalla, el niño dijo
que no, que se lo daría cuando terminara el juego, en una actitud bastante
insolente a la que ella no reaccionó.
A lo largo del
trayecto, había ido creciendo mi rabia ante la injusticia y aquí alcanzaba su
punto culminante: que le estuviera permitido todo, hasta la insolencia, al
varón, y a la niña, nada, ni siquiera sentarse dónde o cómo quisiera. Y que
estas reglas fueran aplicadas y transmitidas por una mujer joven. Déspota con
¿la hermana menor, la sobrina? Permisiva al extremo con cualquier ser de sexo
masculino aun cuando, como en este caso, ni llegara a la adolescencia.
Para suavizar mi ira,
traté de imaginar a la mayor maltratada del mismo modo durante años por la
madre o una hermana mayor o una tía. ¿Cómo no repetir lo que había visto hacer,
lo que le habían hecho a ella en su casa y que todo el mundo consideraba
normal? ¿Cómo no perpetuar el único modelo que conocía?
Pero, por mucho
que me esforcé, no logré, no logro hasta ahora, apiadarme de la mujer. Nada, ni el modelo patriarcal, ni el mal humor
de la mañana o lo que fuera que le pasara a esa joven ese día, justifica a mis
ojos la tiranía con que trataba a la hermanita y la enorme diferencia que hacía
con el niño.
Me dirán que no
es fácil salir de un esquema repetido y yo seré la primera en admitirlo. No es
fácil. Sobre todo, porque hace falta reflexionar, poner los hechos en
perspectiva, cuestionar, aprender a conocerse. No es fácil pero no es imposible.
Considerando además el hecho de vivir en una ciudad donde coexisten multitud de
culturas con multitud de modelos diferentes. La mera comparación puede suscitar
un pensamiento nuevo.
No. No logra
conmoverme la mujer. La juzgo con la misma dureza con la que ella trataba a la
niña. Mediocre, sumisa, incapaz de cuestionar nada, tiránica. Pero, por sobre
todas las cosas, falta de inteligencia, estúpida, por haber caído en la trampa
que nos han tendido desde hace generaciones las viejas mujeres en cada familia:
generar desconfianza y crear rivalidad entre hermanas o primas e incluso amigas
del alma. Destruir los fundamentos de los vínculos de sororidad a los que podríamos
recurrir como fuente vivificante ante cada dificultad y que podrían ser el
mejor antídoto contra la sociedad machista.
Si una mujer de
una familia así, en la que le han enseñado a desconfiar de sus hermanas u otras
mujeres, tiene un marido que la maltrata o del que quiere separarse por
cualquier otra razón, ¿a quién recurrirá? Una estructura familiar de ese tipo
la deja sin recursos, en el desamparo más completo, sin poder confiar ni en los
hombres ni en las mujeres.
No, no puedo
apiadarme de ella que, enfrascada en la soledad de sus prejuicios, está
condenando a otra, una pequeña que no llega a los diez años, a la misma soledad
espantosa. Ojalá la niña sea más inteligente que la mayor y, pasando por encima
de esquemas asfixiantes, cree verdaderas amistades sustentadas en la confianza
que alimenten su vida interior y le den alas para llevar la vida que desee.
Ojalá tenga, si no hermanas de sangre, hermanas del alma.
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