Paseando por sueños ajenos

Soy la que por haber muerto en sueños, tengo el don de seguir paseándome por los ajenos[1]. Anoche estuve mucho rato en el de una mujer afiebrada...
Estábamos en un edificio extraordinario en forma de barco construido en los años treinta junto al Obelisco. Cuando digo “junto”, no quiero decir “enfrente” o “cerca” sino realmente pegado, separado de él sólo por un vacío de unos breves centímetros, y de su misma altura, la punta del fálico monumento sobresaliendo apenas por encima de la terraza, verdadera cubierta de una embarcación desde la que se dominaba, espléndido, el Río de la Plata.
Era un edificio un poco venido a menos pero de valor histórico que todos apreciaban y aunque ya nadie vivía ahí, era ahora un espacio cultural donde se alquilaban salas para dar clases de baile. Yo seguía a la del sueño hacia la suya. Antes de subir, ya estábamos muy alto. Creo que era la primera vez que ella venía, pues buscaba la entrada tímidamente en un pasillo lleno de gente, un corredor estrecho de madera que parecía el que separa los camarotes en una nave. Se asomaba a un ojo de buey y lo que veía no debía de ser lo que buscaba pues seguía su camino, yo detrás de ella, siempre.
Ahora ella subía una escalera, a la terraza íbamos. A través de los peldaños poco estables que parecían temblar con el viento -¿o era ella la que temblaba?- se veía abajo y ella no podía evitar mirar, mientras que con la palma, sudada por el temor, se sujetaba a la barandilla a la derecha. Al llegar al último escalón, el pie izquierdo aún en el penúltimo y la mano agarrada con alma y vida al último tramo de baranda, se detuvo. Presa de un vértigo incontrolable, era incapaz de seguir.
Yo vi como ella la extensión ilimitada de la altísima cubierta, los barnizados listones de madera que constituían la lujosa superficie, los frágiles cordajes que la separaban del vacío, las aguas color de león, lejos. Compartí su visión pero no su miedo.
Soplaba un viento fuerte, había de vez en cuando ráfagas de ésas que parece que te llevan. Ella quería retroceder, bajar escalón por escalón sin atreverse siquiera a darse vuelta. Pero la terraza marina invitaba a desbocarse. Se paseaban por sus muchos puentes a buen paso parejas elegantes o amigos o gente vestida de colores claros. Ese mundo parecía de fiesta y yo no podía perdérmela. Tenía que subir el último peldaño y entregarme al ritmo alegre, al baile.
“Ven,” le dije con una voz que ella seguramente no pudo reconocer. En dos pasos llegué arriba y le tendí el brazo. Como una trampa.
Ella aceptó. Bailamos como descosidas, como dos locas, todos los ritmos que nos tocaron. Lejos de amainar el viento, redobló fuerzas, arreció contra la terraza que se zarandeaba cada vez más, como un barco en una tormenta. No llovía, sin embargo. Brillaba en el cielo el mismo sol que dibujaba sombras en el río. Entretanto, el piso se movía, se armaba y descomponía como en las pesadillas, cuando por mucho esfuerzo que hagamos, no logramos mantener el equilibrio y caemos, caemos, caemos...
Era SU pesadilla, no la mía: en un giro, justo cuando la cubierta se inclinaba más, le solté el brazo. Ella iba riéndose, ya no tenía la angustia del principio, perdió pie y nada la sostuvo. Cayó de la altura como una pluma, el sol iluminó su vestido desde el oeste y oí la uuuuuuu prolongada de su descenso....
Me esfumé... hasta el próximo sueño.




[1] Leer « Del salón en el ángulo oscuro » en este mismo blog.

Comentarios

Entradas populares