Esquina en Pergamino (continuación)

Va del bracete con una amiga, o quizás con la Negrita, su hermana menor. Es una tarde de primavera en Buenos Aires y las dos van muy orondas y riéndose de alguna ocurrencia sin importancia. Van por la vereda del sol y se detienen de vez en cuando para mirar en una vidriera un vestido, un sombrero... Dejar un rato la casa sombría con la madre viuda y la severa hermana mayor que pasa su vida leyendo, ha de ser un alivio para Irma, que tiene 18 años y el corazón alegre y ligero. Sueña con una vida menos dura que la que le ha tocado hasta ahora. La madre está tan triste desde que murieron la hermana Blanquita, una preciosa criatura de tres años, y poco después, el padre -hace ¡nueve años ya!- que casi no tiene energías para hacer las tareas domésticas cuando regresa de la escuela donde trabaja. Se tira en la cama angosta donde hojea un libro de poemas o el diario, corrige deberes, dormita y le pide por favor a su hija, a Irmita (porque Luque estudia y la Negrita aún es muy chica) que prepare la comida o lave los platos, le haga algún ruedo o le cosa un botón... María Clara es una mujer de una gran ternura y quiere profundamente a sus hijas pero quién sabe por qué cree que la única inteligente de la familia es Luque y por eso no hay que molestarla. Si Irma no se hubiera empeñado en inscribirse ella solita en la escuela secundaria, nadie se lo habría exigido. Al fin y al cabo, no es imprescindible que una mujer se instruya y habría sido tan fácil tenerla siempre en casa con lo bien dispuesta que es para ayudar en todo...
Lo que la madre no ve es que la tristeza en la que vive sumida rebalsa los contornos de su cuerpo e inunda la casa entera. Y es tan difícil vivir metida en ella... Por eso, cualquier oportunidad es buena para escaparse un rato: Luque se enfrasca en sus libros, Irma prefiere salir... a la calle, al sol, a la vida. La invita a la Negra que, aunque un poco remolona, considera siempre con cierta admiración las iniciativas de la hermana mayor y la sigue ciegamente. Quizás porque esas salidas son el único momento en que pueden reírse sin motivo y sin sentirse culpables.
Hace tanto que nadie se ríe a carcajadas en la casa oscura de Barracas. Desde que murió Alfredo...
- ¿Te acordás de cuando llegaba Papá? – Un instante se esfuerza la Negrita en hacer memoria pero luego debe admitir que no, sacude la cabeza.- Pero sí, ¿cómo no te vas a acordar? Apenas oíamos la llave en la cerradura, salíamos corriendo a recibirlo. Siempre venía contento, silbando o tarareando. Siempre estaba de buen humor. Y era de lindo... ¿te acordás?
La imagen que tiene la Negra de su padre es la de la foto sobre la mesa de luz de María Clara: un hombre joven y bien parecido de cabello oscuro y bigote a la moda. Pero del papá real que murió de repente una tarde de invierno cuando apenas tenía 33 años, del hombre alegre e ingenioso del que hablaba Irma, que siempre estaba haciendo chistes y traía regalitos para todas, por mucho que se esforzara, no se acordaba... Vagamente se le presentaba una imagen de ellas cuatro en el cementerio un día frío y gris, Luque, Irma y la madre lloraban y ella, desde sus cuatro años y su tapadito negro, las miraba seria. Eso era todo.
- A mí me encantaba cuando llegaba, era el momento más lindo del día. Corría fuerte para ser la primera en abrazarlo. Papá me daba un beso en la cabeza y me decía “Mi flacuchita siempre gana. Claro, con esas piernas largas...” Enseguida besaba a mamá y lanzaba: “A ver, mis mujercitas, ¿a que no saben qué he traído hoy?” Vos estirabas la manito pidiendo un caramelo y Luque respondía “¡El Billiken!” Y claro, como había adivinado, podía ser la primera en leerlo... A mí me daba una rabia... porque siempre tenía que esperar que ella se lo leyera de punta a punta antes de poder siquiera ver la tapa...

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