Mi mano el 28

- Tu mano me da calor. –le dice la chica al chico en voz bien alta, como si en vez de estar hablando con él, lo estuviera haciendo ante un público, a saber, los viajeros del tranvía 3 a las siete de la tarde.
La miro, es inevitable mirarla, los otros también la miran. Tendrá veinte años, poco más, lleva el cabello negro recogido en un rodete bien tirante, es un poco gordita, tiene un rostro banal, es su voz lo llamativo. El chico que la acompaña -bajo, menudo, el pelo enrulado- es un poco raro: hay algo en su cara, en su gestualidad, que delata una anomalía, no muy evidente pero visible.
Y la conversación sobre la mano sigue. La chica habla del calor y el contacto como si fuera la primera vez en su vida que experimentara algo así, detalla sus sensaciones y tiene curiosidad por saber qué pasará cuando la toquen el 28. El chico es más discreto, habla más bajo, la aconseja quizás o la guía en las confidencias sensoriales. No parecen novios, sino más bien dos alumnos de un taller de expresión corporal haciendo una evaluación, y sin embargo, al llegar a la Gare du Nord, el chico le ha puesto la mano en la pierna y ella sigue comentando sus sensaciones a voz en cuello. El 28 quién sabe qué pasará pues vuelve una y otra vez en las frases sueltas que me llegan. La chica parece estar preocupada por las sensaciones de hoy (la mano que da calor) en relación con las sensaciones de ese día donde al parecer habrá ¿una danza? ¿una boda? ¿una clase? donde alguien ¿el chico? o varias personas tendrán con ella algún tipo de contacto físico.
Es tan extraña la forma de hablar que llama la atención de todos los que estamos cerca de ellos. Un jovencito árabe empieza a reírse abiertamente y busca la complicidad de mi mirada. Yo a propósito me niego, me hago la indiferente. Pero veo que el hombre sentado frente a mí también se sonríe.
En Thomas, cuando ya se han bajado varios pasajeros, la chica se da cuenta de que la están observando y le ordena al chico que vayan a sentarse a otro lado. “Pourquoi?” pregunta él. “Parce que.” responde y de un tirón se lo lleva bastante lejos.
En el tranvía casi vacío llegan, de todos modos, a nuestros oídos palabras, o sílabas, de la chica y como un ostinato regresa cada vez la mano y el 28. La mano, la sensación cálida de la palma del otro, el asombro ante la novedad del tacto. El 28 –mentalmente calculo, el próximo viernes- y un gran acontecimiento donde quizá todas las manos se toquen, se acaricien y descubran la novedad de una mano diferente a la propia.

Cuando dos paradas más tarde me acerco a la puerta para bajar, la chica está sentada en las rodillas del chico y sigue hablándole en voz bien alta. Extrañamente siguen sin parecer novios, más bien dos soledades adolescentes, cada uno solo en su precariedad física y a la vez en una exploración explícita del otro como una actividad experimental sin consecuencias. Lo último que oigo antes de bajarme es “mano... calor... 28?”

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