Demasiado profundo

La chica llama y me dice -la chica llama a cualquier hora- que no puede este jueves. Le pregunto que cuándo y se pierde en un flujo de palabras que -interpreto- significa que está considerando cortar la relación terapéutica. Alude a los exámenes. Me pregunto cómo hablar una hora por semana conmigo le quitaría concentración. Me pregunto pero no se lo pregunto porque ella está en su flujo de palabras y siento que no me escuchará. A lo sumo, si intervengo, al oír mi voz, acusará recibo y me pedirá que repita algo que dije que ella interpreta como que yo he malinterpretado lo que ella quería decir. Y en ese punto se le escapará ese tonito soberbio de rica niña malcriada que le sale a veces y me pone fuera de mí.

Las circunstancias en las que llama -tengo una videoconferencia dentro de cinco minutos y se me ha bloqueado la computadora- no contribuyen a que la conversación se dé de la mejor manera posible. De hecho, le he anunciado al responder que solo dispongo de cinco minutos pero, como cada vez, haciendo caso omiso al paso del tiempo, la chica se ha lanzado en una perorata que quiere justificar su decisión pero no va al grano. Entre las palabras que arrastra su río, sin embargo, se repite una que queda flotando en mis aguas: profundo. En mis aguas profundas. Que el trabajo que hacemos en cada sesión es demasiado profundo y después se queda cansada. 

Demasiado profundo. Las palabras se han quedado flotando en mis aguas, en mis aguas profundas. Demasiado profundo, profundo en demasía, en exceso, una profundidad de la que es difícil remontar a la superficie, a riesgo de quedarte ahí, ahí abajo iba a escribir, porque es así como concebimos la hondura, abajo. Aunque, si la Tierra es redonda, bien podría estar arriba y, en ese caso, demasiado profundo equivaldría a lo mejor a demasiado alto. Y la hondura de las raíces, a irse por las ramas. Y explorar el terreno donde nos arraigamos, a perderse en elucubraciones filosóficas. Y ahí es a donde lleva el demasiado…

Profundo es un adjetivo difícil de llevar a cuestas en esta época de superficialidades pero -admito-, es un adjetivo que me sienta bien, que se me da naturalmente sin que me lo proponga. No sería la primera vez que me lo achacan como un defecto pero, aunque me duela, estoy dispuesta a aceptarlo. El adverbio demasiado, en cambio, le otorga, sin el ápice de una duda, una connotación negativa. Un exceso de hondura -dice- es malo. Como si existiera el riesgo de no emerger nunca más. Quizás… A mí nunca me ha pasado.

¿Qué es demasiado profundo? ¿Por qué sería malo explorar en profundidad lo que le ocurre a uno? ¿Ir a buscar ahí abajo, donde las raicillas chupan la humedad de la tierra, o ahí arriba, donde las tiernas ramas nuevas se estiran para alcanzar la luz? ¿Qué podríamos descubrir que nuestras células no sepan ya? Que vamos a morir, tarde o temprano. Que ni nosotros ni nuestros ancestros somos perfectos, ni tampoco lo son nuestros hijos. ¿Qué es demasiado profundo? ¿De qué tiene miedo la gente que dice demasiado profundo?

La chica que llama a cualquier hora llama de nuevo y se desdice de su decisión, no sin antes volverme a inundar en su río de palabras en el que sigue emergiendo, como una islita, su miedo al demasiado profundo. Es joven y sumamente influenciable. Le digo que es ella quien debe decidir, no yo. Sigue aludiendo a los exámenes aunque también a otros motivos de mayor peso. Si comprendiera, si lograra comprender a la edad que tiene, si lográramos comprender a los veintitantos lo que arrastramos treinta o cuarenta años más, si aprendiéramos de la experiencia ajena, si lo que yo he vivido pudiera servirle a ella o a mis hijos… La profundidad de las raíces es esencial a nuestro estar en la tierra y garantía de la ligereza en las ramas más altas.



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