Ahora hablo yo -décima parte-

El don de la ubicuidad (continuación)
Pero estaba hablando de mandatos, ¿se acuerdan, estimados lectores que han tenido a bien seguirme hasta acá? La ubicuidad. El don de la ubicuidad. Un hada que me tocó con su varita mágica el día de mi presentación en sociedad, como a la Bella Durmiente, y me susurró al oído: Tendrás el don de la ubicuidad. Como si se pudiera. Como si, desafiando las leyes que rigen las coordenadas en que vivimos, me fuera posible estar en varios sitios al mismo tiempo.
Tengo para mí que, en nuestras modestas tres dimensiones humanas, la ubicuidad no es sino la memoria de los lugares que vive en nosotros y reaparece, de tarde en tarde, como resplandores que rozan la superficie de las aguas y nos dan la impresión de estar en varios espacios o tiempos a la vez. La suscita a menudo un olor, una luz, un sonido, cuya aparición repentina nos transporta a otras coordenadas en las que flotamos las milésimas de segundo que dura la ilusión como si estuviéramos viviendo de nuevo ahí. Cada vez que oigo arrullar a una paloma, vuelvo a una siesta de verano de mis tres o cuatro años caminando descalza por el pasto cerca de la casa de la chacra, sintiendo en las manos el frío del agua de una canilla dispuesta en medio del parque. Y cada vez me asombra como si fuera la primera, regresar a mi entorno habitual, a la edad que tengo, en un país del otro lado del océano. Del mismo modo, siempre que huelo a un producto desinfectante andando por las calles de Bruselas, estoy de nuevo en el patio de abajo de la escuela delante de la pileta donde enjuagábamos los pinceles y paletas después de la clase de dibujo. E igualmente me sorprende que ese espacio-tiempo haya dejado de existir.
Esas impresiones quienes escribimos quisiéramos fijarlas con palabras para poder volver a ellas cuando se han ido. En ese sentido, la ubicuidad es prima hermana de la imaginación y la poesía, una sensibilidad a los más sutiles desplazamientos de las corrientes eléctricas por las circunvalaciones del cerebro, iluminando imágenes que han estado y seguirán estando ahí mientras vivamos, pero que solo las despierta una conjunción de circunstancias de vez en cuando.
Aunque también es hija del desarraigo la ubicuidad. Flor del aire, posada en lo alto de una rama con las raíces colgando desnudas sin tener donde asirse, a la merced del viento, sin tierra que la nutra o la sustente. Porque estar en todas partes al mismo tiempo es como no estar en ninguna. Nuestra corporeidad se desintegra en el abstracto «ser», no somos dioses. Como los animales y las plantas, precisamos afincarnos en un «estar» tangible, a riesgo de dispersarnos en miles de partículas.
En el mundo en que crecí se usaba mucho el condicional para sugerir posibles acciones a realizar, distintas a las que se estaban haciendo en el momento presente. Cualquier infinitivo precedido de «podrías» o «tendrías que» abría un abanico ilimitado de opciones que competían ventajosamente con esa estratósfera en la que flotaba la niña que yo era sin poder hacer pie en una fecha concreta de referencia. Y así me dejaba llevar por las múltiples sugerencias, como si pudiera desdoblarme en un sinfín de actividades y mi meñique izquierdo pudiera hacer algo diferente que mi talón derecho o las puntas de mi pelo, al mismo tiempo, bien hecho y sin que la otra parte se enterase. Titánica misión que me propulsa aún hoy, en un movimiento constante, sin derecho a un respiro: son tantas las lagunas en mi conocimiento, lo que me falta por aprender o vivir, que no me da tiempo para sentarme un rato, con lo mucho que me gustaría, a mirar por la ventana dejando volar los pensamientos… ¿Cuándo descansarás? Más adelante quizás, todavía no. Cuando haya cumplido con todo lo que he venido a hacer a esta vida, solo entonces. ¿Pero cuándo habré cumplido con todo? ¿Y cómo lo sabré?
Ya de niña me llamaba la atención la facilidad con que mucha gente a mi alrededor se sentaba tranquilamente a no hacer nada sin el más mínimo remordimiento. Aun mas, esas personas a veces afirmaban que no habían hecho tal o cual cosa por no haber tenido tiempo, y lo decían sinceramente, o con convicción al menos. Semejantes afirmaciones me provocaban, por un lado, un cierto desdén. ¿No se daban cuenta los que así hablaban del precioso tiempo que perdían en ociosidades? Por otro, el sentimiento de que, por alguna razón que se me escapaba, yo no tenía ese privilegio. Ellos, todos los otros, sí. Yo estaba excluida de esa realidad en la que cabía excusarse con una mentira grande como una casa («no tengo tiempo») y seguir viviendo lo más pancho como si nada.
A la merced de un motor que se pone en marcha sin que yo pueda controlarlo y me va dictando lo que tengo o tendría que hacer, me multiplico en mil tareas e identidades fragmentarias que hacen de mí una escritora de a ratos, una docente algunas horas, una terapeuta de vez en cuando, y me exigen en todo momento la excelencia, como si se pudiera, como si el día no tuviera veinticuatro horas y yo solo un cuerpo, un cuerpo solo, con su energía limitada, unos cuantos años a cuestas y necesidades básicas de alimentación y sueño que colmar.
¿Cómo hacen los otros? Esa pregunta me ha habitado desde siempre. ¿Cómo hacen ustedes, estimados lectores? ¿Cómo les alcanza el tiempo para hacer todo lo que quieren? ¿Y cómo logran sentirse satisfechos con los -a mis ojos- escasos resultados que consiguen? Me retrucarán que no son tan escasos, que depende de cómo se mire. Y de nuevo no les faltará razón. O a lo mejor ni siquiera es cierto que se sientan satisfechos y también se pasan los días preguntándose cómo hacen los otros, entre los que me incluyo yo.
Sea como fuere, aun si reformulo la pregunta de modo de no compararme con nadie, por eso de que no ha habido dos personas idénticas en toda la historia de la humanidad y que no tiene sentido ni aporta nada ese tipo de comparación, aun así, siento que salgo perdiendo, ya que, eliminado aquello de «mal de muchos, consuelo de tontos», me encuentro sola ante mi extraño e incomunicable destino de mujer de nacimiento oculto y acaso por eso hiperactiva porque cargada de misiones imposibles de cumplir.
Porque ¿quién puede estar en varios sitios al mismo tiempo? Yo me he empeñado, sin embargo, desafiando las leyes de la realidad, en permanecer en Argentina y vivir aquí, del otro lado del océano, a la vez. ¿Cómo? Se preguntarán ustedes. Por medio de diversas estrategias, algunas evidentes y generalizadas entre los exiliados, como leer las noticias del país lejano, otras menos conscientes e incluso un poco raras como la de «decidir» que algunas personas que trato aquí son, por su parecido físico o alguna característica que me las evoca, algo así como sucursales de otras de allá. Estrategia ésta que me ha deparado varios chascos porque, como se podrán imaginar, los interesados no estaban al corriente de su calidad de representante o delegado de un desconocido remoto y, por ende, no podían, ni siquiera sabían, que debían actuar o reaccionar en consecuencia.
Claro que todo esto no es algo de lo que una pueda darse cuenta así nomás. Hacen falta largos años de observarse, dialogar con una misma u otros, hasta empezar a percibir formas, patrones que se repiten. 
Y pensar que alguna vez atribuí al hecho de ser de Géminis esos desdoblamientos o dobleces. En aquellos años, que -yo no sabía- serían mis últimos en Buenos Aires y en los que me desperdigaba en multitud de actividades a la búsqueda de algo de lo que agarrarme, sin resultado, escuchaba las frases ajenas, caídas al azar en mi presencia, como oráculos. Gente con la que me crucé entonces y que acaso, como hacemos todos, proyectaba en mí sus vivencias sin verme realmente, me decía cosas tan disímiles como que yo era una típica Géminis, doble, o que no lo parecía en absoluto. Y yo, necesitada de sentidos para lo que me pasaba, me dejaba embaucar por las palabras.
Es que, a la hora de atar cabos, el pensamiento nunca se detiene. Se trata de que no quede ni uno suelto, de que todo conforme una única trama ya que, ante la aparición de una novedad, la mente tiene dos opciones. O bien la excluye, o bien la acepta y realiza las modificaciones necesarias en la estructura de lo que ya conoce, para integrarla al todo. No es extraño entonces que, en mis intentos de explicarme mis síntomas raros y el sentido de mi vida, integrara el horóscopo ligado a la fecha de nacimiento que yo presuponía verdadera.
Ahora que sé que no soy de Géminis pero compruebo que los desdoblamientos o dobleces se multiplican al infinito como en un juego de espejos en mi vida, hallo una nueva explicación en el golpe teatral organizado en torno a mi nacimiento por mi abuela. Aunque ¿quién sabe? después de todo, ¿qué sabemos los humanos sobre la Tierra? Solo lo que percibimos o nos cuentan, que las más de las veces se contradice.
Por experiencia, por esta experiencia fundacional diría, creo más en lo que percibo que en lo que me cuentan, a menos que sea poesía o la bella ficción que desentraña verdades. El resto, palabra desencarnada, hipótesis conjeturadas por mentes de todo tipo, brillantes o malintencionadas, estúpidas o benevolentes, argumentos para vender buzones o ir a cantarle a Gardel en las esquinas.
El desengaño tardío resulta definitivo. Cualquiera puede inventar una teoría. Todos lo hacemos constantemente. Pero hay una sola verdad del cuerpo. Y, por eso mismo, no podemos estar en dos lugares al mismo tiempo.

Comentarios

  1. Nuestra verdadera patria está en el alma apaciguada... Nuestro lugar está en el amor propio.

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