Ahora hablo yo -segunda parte-



Una metáfora

¿Quién no conoce el juego de la búsqueda del tesoro? Se trata de concentrar todas sus fuerzas en encontrar algo -una marca, una huella, un papel, una piedra, ...- que no es más que una pista para hallar un segundo objeto, que a su vez será la señal de un tercero, y así sucesivamente, hasta llegar al tesoro propiamente dicho.
Los indicios no son acumulativos, no se complementan. El primero nada más me aporta datos sobre el segundo y solo si lo encuentro, puedo saber algo sobre el tercero que, si logro interpretar, me conducirá al cuarto, que me llevará al quinto, que me indicará cómo encontrar el sexto, que será signo del séptimo, señal del octavo, origen del noveno, madre del décimo. Cuantos más indicios, más larga la búsqueda, ya que, si quieres llegar al tesoro, no puedes saltarte ninguna etapa. Tienes que proceder a las sucesivas interpretaciones de manera minuciosa y sistemática y solo así, alcanzarás el referente último del que la primera pista es el signo de un signo de un signo de un signo...
Las vidas a veces se parecen a juegos: partidas de póquer, montañas rusas, solitarios, canastas, calesitas, escondidas, ruleta, mancha venenosa, ping-pong, policías y ladrones, cuarto oscuro... La mía, viéndola con cierta perspectiva, se parece a la búsqueda del tesoro. No en vano la Irmet solía llamarme “teresororito”, diminutivo de tereso que, aunque suene a tesoro, no lo es, y el padre de mis hijos, “schatteke”, que en holandés es tesorito, aunque yo no lo fuera.



De modo que, perdida como estoy, en el medio del camino de mi vida, y suponiendo que el tesoro soy yo -dixit abuelita- voy a seguir la metáfora para intentar encontrarme. Lo primero será mirar a mi alrededor y recopilar todo (¿todo??? ¿estás loca?) lo que en el presente pueda leerse como indicio. Y, como por algún lado hay que empezar, movida por la intuición elijo al azar los mandatos.

Los mandados


¿De qué habla esta mujer?, se preguntarán ustedes al llegar a esta parte del texto. Habrá querido decir mandados, como los que nos mandaban -valga la redundancia- a hacer cuando éramos chicos. Andá a hacer los mandados, nena. Y allá íbamos, con la bolsa de las compras, a la panadería, la verdulería o el almacén.
O será eso de mandado a hacer. Trajes a medida. Fulanito se mandó a hacer un traje y, claro, le quedó ni que pintado. Por eso, si alguien o algo es perfecto para la ocasión, se dice “ni que mandado a hacer”. Yo, por ejemplo, soy ni que mandada a hacer para pasar desapercibida. Quiero decir que, aun sin hacer el más mínimo esfuerzo para lograrlo, soy invisible en toda circunstancia. O casi.
Y ahí es donde los mandados se encuentran con los mandatos. Según la RAE, mandato, en su primera acepción, significa “orden o precepto que el superior da a los súbditos”. Transponiéndolo de manera burda – que, dicho sea de paso, no es lo mismo que “cortado con un molde de Burda”, que nunca he entendido por qué una revista, que se supone dedicada a aprender alta costura, sugiere con su nombre lo contrario- podríamos decir “Mandato es la orden o precepto que, de manera inconsciente, los padres dan a los hijos.”
Psicología de café, dirán ustedes, y no les faltará razón. Pero ¿qué importa? Es tan deliciosa esa costumbre porteña de pasar horas charlando en el bar de la esquina, analizando todas las contingencias del pasado y del presente, saltando de una cosa a otra, sin mayor método, pero, a pesar de ello, hallando formas y figuras que satisfacen nuestras vidas, al menos hoy.
Entonces, en esta definición, que acabo de ensamblar, pero que va como anillo al dedo, ni que mandada a hacer por su pertinencia, un mandato es algo así como la misión que uno recibe de los ancestros, lo que tiene que realizar en esta vida para que ellos se queden contentos.
Ya los estoy viendo, ya los veo poner el grito en el cielo. ¿Contentos? ¿No están requetemuertos los ancestros? Tranquilícense, muchachos, y óiganme bien. Claro que están muertos. Pero todos sus genes se andan paseando por nuestra sangre, con toda su información a cuestas, más las modificaciones que las vidas de los antepasados les hayan dejado marcadas. Epigenética que le dicen. Y, como si ello fuera poco, están todas las cosas que nos han dicho o nos han dejado de decir nuestros padres y abuelos sobre ellos mismos o sobre lo que decían o hacían sus padres y abuelos y bisabuelos. Todo lo cual conforma un buen conglomerado que va con nosotros a todas partes y nos impide, las más de las veces, lo que se ha dado en llamar el libre albedrío.
Y es que eso de que uno pueda ejercer su libertad en toda circunstancia es una mentira más grande que una casa. Andá a cantarle a Gardel. A otro perro con ese hueso. Decime vos, ¿cómo podría yo, habitada por toda esa gente que se la pasa expresando pensamientos y conductas contradictorias, tomar una decisión con toda libertad?



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