De la cabeza a los pies



Entre las mujeres de su familia la debilidad solía manifestarse en la cabeza y en los pies, con una escala ineludible y sostenida en lo sexual, que se prolongaba hasta bien entrada la madurez. Es decir que las mujeres de su familia podían ser bien locas en la cama, aunque a simple vista no lo pareciera, y las calenturas, pasiones o falta de ellas más de una vez habían estado a punto de matarlas a un estadio joven de sus vidas. Pero nunca lo habían hecho, sin embargo. Habían creado, sí, todo tipo de situaciones enredadas que habían hecho mal a muchas personas, incluidas ellas mismas. Pero matar, lo que se dice matar, no habían matado a nadie.

Porque, cuando de morir se trataba, eran la cabeza y los pies los que les jugaban malas pasadas. Cabezas -mentes- que se perdían en divagaciones sin asidero u obsesiones irrefrenables. Pies que dejaban de sostenerlas como deberían y las tiraban al suelo en el momento menos pensado.

A nadie debería sorprender que ambos extremos del cuerpo vayan íntimamente ligados, como si una cuerda bajara por la espina dorsal y otra subiera por las piernas anudándose en el vientre. Así, la costurerita que dio aquel mal paso, lo hizo tal vez porque primero perdió la cabeza por alguien. El hecho es que, si se desequilibran los pies, es probable que tarde o temprano lo hagan también los pensamientos. O viceversa. Es al menos lo que solía pasar en su familia.

Y es que entre las mujeres de su familia no se daba por sentado lo evidente. La confianza en los pies, sin ir más lejos. Saber que estaban siempre ahí donde los dejaban e iban adonde ellas querían. Nunca ninguna mujer de su familia había tenido la certeza de que sus pies la sostuvieran. Si lo hacían, era más bien obra de la casualidad o del milagro. Y en cuanto a llevarlas adonde querían ir, nada más lejano a la realidad. Solían ser ellos los que decidían. No era extraño, por lo tanto, que fueran de tropezón en tropezón, pues a menudo los pies sin ojos se caían en charcos o se enredaban en los cordones de las veredas o los carriles del tranvía.

Una vez leyó que decía una española que a ella sí le habían enseñado donde poner los pies y que por eso sabía que no debía echarlos a la vía del tren. La dejó tan sorprendida que hasta el día de hoy lo recordaba. Entre las mujeres de su familia era algo de lo que nadie tenía ni la más remota idea.

Como tampoco habían sabido nunca que las emociones no eran lo mismo que los pensamientos y que no era necesario dejarse arrastrar por una emoción al punto de correr el riesgo de perderlo todo. Lo que sucedía en sus mentes les era ajeno y las dominaba, las llevaba por derroteros que no pensaban tomar. Y es que las mujeres de su familia no creían que se pudiera pensar y que esas ideas propias las condujeran a alguna parte, sino que eran marionetas manejadas por los hilos de pensamientos y emociones indistinguibles y aleatorios que iba sembrando en ellas el día a día sin ton ni son.

Con los pies en el aire y la cabeza en las nubes, así andaban las mujeres de su familia, a tientas, tratando de adivinar los sentidos ocultos sin la más mínima pista. No era tan raro entonces que se aferraran a un cuerpo de hombre como un salvavidas o un cable a tierra, suponiendo, las más de las veces equivocadamente, que él sí sabía dónde poner los pies y los pensamientos.

Entre el cielo y la tierra flotaban, globo, mariposa, gorrión, sabias de tanto desapego e ignorancia. Y morían como habían vivido, sin apenas haber aprendido nada, de una última pérdida de equilibrio.





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