Del salón en el ángulo oscuro

- A la gente que se muere en sueños, hay que exorcizarla.
El que lo dice es un hombre joven, blanco, y va hablando con otro, negro, que está sentado frente a él en el metro. Los dos llevan el pelo en rastas y el que no ha hablado todavía tiene una enorme caja de cartón a sus pies.
Decido seguirlos.
Bajan en Hôtel des Monnaies, suben por la calle del mismo nombre hasta la de la Victoire y doblan luego a la derecha por la de Parme. Ahí se meten en un edificio bastante lujoso con una placa en la puerta que indica que pertenece al ayuntamiento de Saint-Gilles. Una joven bonita y también con rastas les ha abierto la puerta y los guía por un hall de piso ajedrezado hasta una gran sala donde están reunidos casi un centenar de muchachos y muchachas, todos con rastas, todos intensamente concentrados en la preparación de una ceremonia. El de la caja se dirige a un rincón, donde la abre y de ella extrae una tumbadora de madera clara. Veo en sus ojos que le cuesta resistir el impulso de tocarla, pero se contiene, se limita a acariciar el parche con una mirada de terciopelo. Luego la abraza con delicadeza y se la lleva más allá de la galería que bordea la sala, a un lugar remoto en el fondo del jardín.
Yo, que floto en el aire denso e impregnado de marihuana, sigo entonces al blanco que, desde que ha llegado, ha ido adquiriendo gestualidad de líder y se halla ahora rodeado de una docena de personas a quienes da indicaciones de todo tipo. En determinado momento pide que lo dejen solo y allí mismo donde se encuentra, en medio de la sala, se quita toda la ropa, se prosterna y mira hacia arriba con los brazos abiertos como esperando que un ser superior lo invista de la autoridad requerida para llevar a cabo la ceremonia. A mí, que lo contemplo desde el ángulo más oscuro del espacio, no me engaña. Lo suyo es puro teatro. Al cabo de un rato, llega la muchacha bonita del principio y en un gesto dramáticamente maternal le pone, dejándola deslizar desde la cabeza, una larga túnica blanca.
El hombre se pone de pie y con paso lento y teatral se dirige a la puerta ventana que da a la galería, la misma por donde ha salido el de la tumbadora. A un tiempo todos los presentes interrumpen conversaciones o lo que hayan estado haciendo, y lo siguen en procesión por la galería y la empinada barranca hacia el fondo del jardín. Salgo detrás de ellos.
Oigo el ritmo monótono y profundo de la percusión. Sobre las tumbadoras y los tambores, una trompeta borda una melodía estridente que resuena en la superficie del lago abajo. Ellos avanzan disciplinados y sombríos. Al final de la barranca se detienen. Yo me instalo en la copa de un arbusto para poder observar con comodidad lo que va a suceder.
En la orilla, muy cerca del agua, está el centro de todas sus preocupaciones, el motivo de la ceremonia: un ataúd claro, cerrado a la humedad otoñal del parque, que ha de contener el cuerpo del que murió en sueños. Admito que algo familiar en él me intriga.
Al pie de unos árboles pelados, los músicos siguen tocando obstinada, intensamente. Las mujeres y los hombres forman dos círculos concéntricos en torno al ataúd y bailan descalzos sobre el colchón mojado de hojas caídas, absorto cada uno en sus movimientos, como en trance. Hasta que el de la túnica lanza un aullido al cielo gris y en medio del silencio del anochecer va al ataúd y lo abre...
Desde mi puesto de observación en el arbusto, no puedo dejar de verlo. Unos segundos la familiaridad del rostro me perturba pero no alcanzo a comprender. ¿Dónde lo he visto yo antes: esas cejas, esa palidez, ese pelo tan lacio, esa sonrisa de medio lado...? De mí sale, en respuesta al líder blanco, otro aullido, feroz y tembloroso como la noche en ciernes... Gimo, ululo, chillo, bramo. Aúllo... hasta consumir las últimas reservas de energía que me quedaban... y caigo vacía dentro de mi propio cuerpo en el cajón.
“Descansa en paz,” me dicen y cierran la tapa sobre mí mientras llora la trompeta. Lo que no saben es que quien muere en sueños, puede seguirse paseando por los ajenos hasta el fin de los tiempos.

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