Así es Margot

a mi hermano Matías

Margot era una niña de cabello rubio ceniza y expresión triste que surgía de entre las páginas amarillentas de un libro de poesía cada vez que mi hermano o yo habíamos realizado un acto digno de ser comparado con ella. Vivía dentro de un librito de la colección Billiken en cuyas tapas azules reinaba otra niña, pelirroja y con delantal blanco, declamando un poema, pero tenía más presencia que ella pues, pese a ser invisible, se las ingeniaba para salir cada dos por tres entre los vericuetos de la conversación.
Eran siempre mi madre o mi abuela, alguna vez mi tía, quienes la traían a cuento. En realidad, el mérito de Margot no era más que uno: haber ido con su padre y sus hermanos a una juguetería y no haber pedido nada. Pero a diferencia de nosotros, que teníamos un papá ingeniero agrónomo, Margot tenía la suerte –o la desgracia, según se mire- de ser hija de un poeta, el mexicano Juan de Dios Peza, que transformaba en versos todo lo que vivía. Es así como la anécdota, que en otra familia hubiera caído en el más completo olvido, puesta en palabras ni tan bonitas y difundida hasta el cansancio en antologías para niños, pasó a formar parte del acerbo cultural, y hasta me atrevería a decir del patrimonio inconsciente, de varias generaciones... ¡de niñas! (entre las que mi hermano era probablemente la única excepción).
En todo caso, en lo que a mi familia se refiere, Margot representaba la hija ideal, el nec plus ultra del modelo filial de abnegación y desprendimiento. A diferencia de sus hermanos, una niña y un varón cuyos nombres he olvidado y que el poema presenta como egoístas y pedigüeños, la hija menor permanece callada hasta que, interrogada por su padre, responde: “ya pidieron mis hermanos toda la juguetería” y concluye “lo que dejen, lo que sobre, eso me lo llevo yo.”[1]
La moraleja se desprende con toda claridad: ser buena implica estar dispuesta a renunciar a los propios deseos. Los hermanos que expresan abiertamente lo que quieren son seres envilecidos y pragmáticos, mientras que la angelical Margot no parece necesitar nada de lo que los niños piden normalmente y con sus palabras se gana para siempre el corazón blando de su padre. La pregunta es: ¿realmente es tan buena Margot? ¿es tan inocente su comentario?

De niña creía que sí y aceptaba orgullosa el elogio cuando, por un intrascendente gesto generoso, mi madre le decía a mi abuela, que asentía con una sonrisa conmovida, “Ella es como Margot.” Mi hermano Matías, que por entonces rondaba los cuatro años y se movía de acá para allá escudriñando todos los rincones con su flequillo lacio y un impecable pantalón corto, era muy a menudo “Margoto”, de lo cual deduzco que en mi familia había al menos una apertura de espíritu suficiente como para considerar que la renuncia y el desprendimiento no eran condición exclusivamente femenina.
En aquella época, Margot formaba parte de nuestras vidas tanto como Victoria o la señora de enfrente, que lavaba la ropa de todo el vecindario, como Marcelita Molina o doña Asunción, que pasaba las horas sentada tras la reja de su ventana en la esquina, como los libros de cuentos de Constancio C. Vigil que se guardaban en una casita de madera en el placard, como el Club Sport que quedaba en la otra cuadra y donde iban a jugar al metegol Federico y Robertito Carrica, como las cortinas con florcitas amarillas de la cocina y aquello de “si tienes una madre todavía, da gracias al Señor que te ama tanto...” entonado por mi abuela con presteza en toda situación que se lo permitiera... Margot era casi como una prima o una amiga que viniera de visita a cada rato, por eso yo me la imaginaba un poco como a personaje de cuento y otro poco como a las niñas de mi tiempo: el cabello largo recogido en media cola, el tapadito azul abotonado, delgadita, modosa y tranquila, muy distinta de sus tremebundos hermanos, que arremetían contra los juguetes e invadían todo el espacio.
Pero ¿era realmente tan buena Margot? Mucho más tarde, en tiempos en que cuestioné todo mi pasado y habría querido ser otra persona, pensé que había algo terriblemente antipático y arrogante en esta niña que, con su actitud ejemplar, no hacía sino subrayar, por contraste, la vulgaridad de los demás al reclamar aquello a lo que se creían con derecho. Margot es despectiva con sus hermanos, los considera con “sabia” suficiencia cuando dice que ya han pedido “toda la juguetería”, se sitúa más allá de las necesidades materiales, en un plano superior desde el cual los mira con cierta soberbia. Este desprendimiento que podría ser natural en –digamos- un monje budista, no lo es en absoluto en una niña de pocos años y mucho me temo que fuera sobre todo un condicionamiento de la sociedad en que vivía, y no una moral intachable, lo que determinó la consabida respuesta.
¡Pobre Margot! La verdadera, quiero decir, la que inspiró los versos, erigida por su padre en persona ejemplar antes de siquiera haberle tomado gusto a la vida, enclaustrada para siempre en la reiteración constante de un episodio infantil, acaso odiada por sus hermanos por culpa de una manifiesta preferencia... O tal vez no... Tal vez feliz de su rol, o aún tal vez liberada de él y renacida...
Ahora que mi abuela murió, que han pasado muchos años y ya nadie me habla de Margot, de tarde en tarde me acuerdo de ella y me asombra descubrir que la extraño. Porque más allá de lo que representa el personaje como modelo femenino reprimido y represivo, Margot es como si fuera de la familia, nombrarla es hacer referencia a un tejido de dichos compartidos, forma parte de un rito de complicidad entre los que conocemos la historia de sus sucesivas menciones. Basta pronunciar su nombre para que un encadenamiento de evocaciones desfile veloz por nuestra memoria y desate una carcajada entre feliz y nostálgica. Ahora mismo estoy viendo a mi abuela que dice “Margó” con una “o” redonda y evitando la “t”, como le gusta a ella, y después se cubre media boca con la mano derecha mientras suspira “aaah, mi querida”.


[1] COMO ES MARGOT Una comedia del día, sin llanto y con regocijos; personajes: yo y mis hijos; teatro: la juguetería.Tengo, cual es de rigor,una niña en cada lado y el varón está empinado encima del mostrador.Hay enfrente dos hileras de bebés con labios rojos, blanca frente, negros ojos y doradas cabelleras.Rifles, tambores, cornetas,vajillas de lujo y gala,muebles, espejos de sala,armarios a dos pesetas. Locomotoras sin par,coches de cuerda, andadores,barco, peces de colores,ballenas..., en fin, ¡la mar! Quiero -la mayor me grita-aquel niño en esa cuna,aquel armario de luna,y esa alfombra y la casita.Y yo -dice Juan- no quiero más que un fusil, un cañón,una pistola, un bastón,un sable, un cinto de cuero,una lanza, una bandera,una coraza, una gola, aquella caramañola,mi kepis, mi cartuchera.Y prosigue la mayor: -Pues yo quiero solamente esa lámpara, esa fuente,muebles para el comedor.dos cuadros, cuatro cortinas,tres sartenes, un brasero,dos candiles, un plumero,un gallo con sus gallinas,un ratón de cuerda, un gato,un...-¡Basta! ¿Y tú, Margarita? Callóse la pobrecita,miró todo un largo rato.Y con palabras sinceras y natural regocijo,alzó su rostro y me dijo: -Yo, papá, lo que tú quieras. -No. Di tu antojo, alma mía-, y agregó alzando las manos: -¡Ya pidieron mis hermanos toda la juguetería!-¡ Y no quieres nada? -¡No! -Algo pide.- ¿Y si estás pobre? Lo que dejen, lo que sobre, eso me lo llevo yo. ¡Pobrecita! ¡Pobrecita!-le dije y besé su frente-y no exagero, realmente es así, mi Margarita. Bondadosa y resignada, ninguna ambición concibe, si algo le doy, lo recibe, y si no, no pide nada. Juan de Dios Peza

Comentarios

Entradas populares