La guía de Cortázar

Seguramente porque habías hablado de él anoche con alumnos, soñaste con Cortázar. Julio había venido a Bruselas, no sabías muy bien a qué, quizás a dar unas charlas, y pese a estar en su ciudad natal, andaba medio perdido. Vos te encontrabas con él por casualidad –si es que existen las casualidades en los sueños- y le proponías guiarlo hasta donde tenía que ir. Él, que parecía un poco desamparado, aceptaba con el alivio de comprobar que no se hallaba tan solo. Pero antes vos debías hacer una llamada a tu casa para avisar que llegarías tarde. Hablabas en neerlandés y explicabas que tenías dos problemas: el primero era que te habías encontrado con un escritor famoso, le habías prometido guiarlo a destino pero no estabas segura de saber hacerlo, el segundo ya no recuerdo bien cuál era. Cortázar y vos estaban debajo de un puente y mientras hablabas por teléfono, vos lo veías de espaldas, ligeramente encorvado, el saco algo arrugado, el perfil tenso, un poco ansioso pero paciente, y te decías que al fin y al cabo él estaba acostumbrado a esperar, como los cronopios, que nunca se desaniman ni pierden de vista la poesía aun en las situaciones más intrincadas.
Entraban los dos luego al lugar de la charla, donde había muchas académicas mujeres un poco viejas entre las cuales te parecía reconocer a profesoras de la facultad. Vos querías prestar atención a todo lo que ocurría alrededor pero estabas tan preocupada en cómo harías para cumplir tu promesa de llevarlo luego hasta el hotel donde se alojaba sin perderte, que no podías pensar en otra cosa. Hasta que decidías que te fijarías en un plano y lo acompañarías a pie, y ese pensamiento te tranquilizaba.
Mientras tanto, en el aula algo decrépita, Cortázar había ocupado el escritorio del profesor junto a una mujer que lo presentaba. Vos estabas sentada entre el público, en uno de los pupitres. En cierto momento, la presentadora mencionaba a una venezolana - ¿profesora? ¿escritora?- y Julio creía que se referían a vos y te miraba con gran simpatía. Las académicas se apresuraban a sacarlo del error pero él, aunque no sabía quién eras, ni siquiera que eras argentina y escribías, hacía un gesto incrédulo y seguía mirándote con simpatía. Vagamente pensabas entonces en que podrías mostrarle tus escritos para que te diera su opinión. En ese punto te acordabas de que en realidad estaba muerto hacía mucho tiempo y que vos estabas soñando.
Despertaste feliz por la visita con que te había honrado el maestro, ansiosa por merecer la confianza que había puesto en tus manos.

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