LA DIOSA DEL RÍO







La diosa del río se bañaba mansamente en las nacientes, sentía la frescura del agua en la piel, y en las piernas y el vientre el suave aleteo de los pececillos que nadaban en todas direcciones. Si flotaba de espaldas, entreabría los ojos a un límpido cielo celeste que se extendía de horizonte a horizonte. Y por encima de todo, reinaba el sol. 
Sobre el ancho remanso reverberaban sus rayos creando una resplandeciente superficie que la encandilaba. Ella se dejaba embriagar de luz, amodorrada, y cuando la quietud de la siesta daba paso a la brisa de la tarde, espiaba la llegada de las sombras maravillándose cada vez como la primera, de la lenta transformación del paisaje, desde el brillo enceguecedor de mediodía hasta la oscuridad total de la noche.
Así pasaba las horas la diosa, metida en el río y atenta a los trayectos de la luz como a la vida. Pero a veces salía del agua y sucedía algo extraordinario. Cuando chorreando toda ella pisaban sus pies descalzos el limo fértil de las orillas, iban brotando a su paso pastos y matas y vegetales, de modo que a medida que avanzaba, la lodosa ribera se transformaba en una pradera verde, mullida, que crecía a ojos vista buscando el cielo en hojas de las más diversas tonalidades y formas. Y si se tendía luego a descansar sobre el colchón de hierba, la oreja recostada en el suelo oía cómo en el barro las raíces se abrían camino cavando túneles cada vez más hondos hasta llegar –parecía- al centro de la Tierra. Debajo y alrededor de su cuerpo, los brotes se hacían plantas, las plantas, arbustos, los arbustos, árboles que no paraban de crecer y se entretejían unos con otros con lianas, helechos y enredaderas.


Meses, años de paseos azarosos junto al río y sus afluentes llevando y trayendo el deseo orgánico. Años, siglos de intensa labor vegetal de hierba en hierba, de árbol a árbol, en el aire, en el lomo de un coleóptero, en el polen volátil de las flores, en las manos generosas de la diosa. Siglos, milenios de multiplicación sin límites, de un esplendor verde habitado por millones de especies, para abundancia y gloria de la naturaleza, para felicidad de todos los seres vivos.
Desde la poza donde nadaba, la diosa admiraba la creación, la selva que nacida de sus pisadas, al principio una mancha de verdor junto a la corriente, ahora se extendía no sólo a todo lo largo de las márgenes sino que con su densa y tupida magnitud había desplegado su dominio a lo ancho de casi un continente. Por encima de su cabeza, muy arriba, los árboles estiraban sus ramas de una orilla a la otra tejiendo una red vegetal que por momentos cubría el sol y de la que se lanzaban al vuelo aves rojas, amarillas, azules. 
Como hacía miles de años, seguía fascinándola el trayecto de las sombras. Y al murmullo del agua, con el correr del tiempo, se habían ido superponiendo, en una sinfonía colosal que solo ella entendía en sus más mínimas expresiones, el rumor de las hojas, el susurro de los insectos, el zumbido de moscos y abejorros, el batir de alas de mariposas y cotorras, el croar de las ranas, el canto de los pájaros, el gruñido de algún felino, el bramido asustado de los cervatos, el chillido de los monos...
Nada en el prodigioso avance de la selva, lento y constante, obediente a leyes universales, o en la convivencia siempre tenaz pero armoniosa de las especies, podía presagiar lo que sucedió después.

Esa mañana la diosa se despertó cansada, como si de repente los miles de años que tenía le pesaran en el cuerpo. No quiso bañarse pues temió que las corrientes de las que siempre habían gozado sus lozanos músculos oponiendo resistencia, hoy súbitamente se la llevaran arrastrándola lejos, hasta la desembocadura, hasta el océano. Entonces salió del agua y se sentó en la orilla. Desde una rama la observaba un loro de los que a menudo acudían a comer de su mano. Le tendió el brazo llamándolo pero el ave, atemorizada, en lugar de acercarse, alzó el vuelo en dirección opuesta. Paseó la mirada en torno y descubrió que algunos árboles se veían decaídos, como enfermos, y que a sus pies la tierra estaba seca. ¡Seca también estaba su piel, y arrugada! Se empinó para ver su reflejo en el río y descubrió a una viejísima mujer en la que no lograba reconocerse.
   - ¿Me estaré muriendo? -se preguntó por primera vez en su larga vida- Me creía inmortal pero parece que los astros han decidido otra cosa.
Se tendió en la hierba a descansar. No tenía fuerzas para mover un dedo. Sentía una aspereza nueva y un olor agrio en el pasto. Si la oreja recostada en el suelo no hubiera estado sorda de fatiga, habría oído el rumor de las raicillas temerosas retrocediendo ante el avance de un poderoso enemigo sin nombre. Pero no podía más la diosa, estaba exhausta y pesaba la gravedad en sus huesos como si quisiera hundirla en la tierra. Se quedó profundamente dormida. 
Soñó que cada una de sus células se deshidrataba, perdía su humedad y se transformaba en una partícula de polvo. El líquido vital brotaba en forma de lágrimas a través de los poros de su piel hasta que toda ella no era más que un cúmulo de partículas de polvo que se volaban con el viento.
Un ocelote que dormitaba en un árbol cercano, bajó a olfatear el cuerpo inmóvil y emitió un gruñido de preocupación. Llegó una hembra y se instaló a su lado. Ambos velaron con quietud de esfinge a la mujer agonizante.
Aquella misma tarde, antes de que las sombras de la noche cubrieran con su manto la selva, murió la bella diosa del río. A la figura exangüe se acercaron los monos y lanzaron aullidos de dolor que conmovieron hasta las serpientes. Las cotorras y las guacamayas propagaron la noticia con su vehemencia natural de modo que al cabo de unos días no hubo nadie en toda la selva que no supiera de su muerte. Y a poco todos los seres manifestaron su duelo. Algunos peces se olvidaron de respirar y se ahogaron. Las pirañas infestaron los riachos para devorar sus cadáveres y los pequeños mamíferos se alejaron de sus orillas. Dejaron de buscar compañera los delfines rosados. Los nenúfares, las heliconias y las orquídeas se marchitaron de tristeza. Se secaron las lianas y muchos simios se aislaron. Se destiñeron los plumajes de los papagayos. Se desorientaron los yaguares y en los confines del bosque los árboles comenzaron a desfallecer. Sobre la creación verde empezó a caer una lluvia sucia, amarga, ácida, que perfora las hojas y mata las libélulas y los sapos...

Desde aquel día, la gigantesca selva agoniza.

Pero si una madrugada cualquiera algunos de nosotros, agazapados en la oscuridad de las frondas, llegáramos a la selva desde los cuatro puntos cardinales y nos abrazáramos cada uno a un árbol antes de que saliera el sol, si sintieran los troncos nuestra piel frotándose a su corteza y nuestras manos acariciándolos, brotarían nuevas ramas y se extenderían como melenas verdes entrelazándose en la altura para tejer un techo vegetal que nos protegería del sol ardiente. Y bajo nuestros pies, apenas perceptibles pero decididas, una red de raicillas poderosas echarían a correr en todas direcciones.








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