Aquellas Navidades


A mi papá
A Chachi, Roberto y Enrique




En el país del que venía, la Navidad estaba metida en el verano y quedaba, por lo tanto, fuera del ciclo escolar, así que era poco probable que la maestra se lo hubiera dado como tema de composición. Todas sentadas en los pupitres de madera labrada por cientos de biromes o compases infantiles a lo largo de décadas, guardapolvos blancos, y la maestra en el frente diciendo: ahora van a escribir una redacción, tema la Navidad. Eso, en pleno invierno, en junio o julio, o hacia fin de año, a mediados de noviembre, un calor de morirse y la imposibilidad de sacarse de encima alguna capa de ropa. No, no creía que hubiera sido así.

Más probable era que la maestra hubiera dado un tema más general para escribir y quizás lo dio como deber. Porque se acordaba de haber escrito eso para la escuela. Tal vez en la casa, sentada al escritorito de tapa rebatible que estaba entonces en el pasillo. Pero el tema lo había dado la maestra. A lo mejor habían sido los recuerdos: contar un recuerdo de ese pasado tan breve que tenían a los 9 o 10 años. Y a ella se le había ocurrido remontarse a su vida en el pueblo, antes de que se mudaran a la capital.
Porque de lo que sí está segura -aún puede ver, como si la tuviera delante de los ojos, su caligrafía infantil escrita con tinta azul sobre la hoja rayada- es del título de la composición: Aquellas Navidades, en el centro y subrayado. Y, dejando un renglón, como correspondía, el comienzo: Aquellas Navidades que pasábamos en la chacra…
No cree que la maestra supiera -nadie que no la haya conocido lo ha sabido nunca- a qué se refería ella con la chacra. Pero el término era lo suficientemente amplio como para que se entendiera y el lector, en este caso, la señorita de cuarto o quinto grado, pudiera hacerse una representación de la misma. Quizá la maestra había supuesto que su familia tenía grandes extensiones de campo, que sus abuelos eran estancieros o algo así -era una interpretación que había visto aparecer con cierta frecuencia- pero no solo no le había preguntado nada al respecto -en esa época no se preguntaban esas cosas- sino que se había limitado a corregir y, en todo caso, había apreciado el texto teñido de una nostalgia asombrosa en una nena de esa edad. Si mal no recuerda, se debe haber sacado 10, o al menos 9, en esa composición. La maestra corregía con birome roja y dejaba asentada su calificación en el ángulo inferior derecho.
Ahora, a la mujer que vive en un país lejano, del otro lado del mar, en que diciembre es invierno y hace frío, aquellas Navidades que pasaban en la chacra se le pierden bajo varias capas superpuestas de recuerdos, y de recuerdos de recuerdos, y le cuesta distinguir lo que de verdad era, de la ilusión de lo que iba a ser, alentada los días previos a Nochebuena con villancicos, pesebre, arbolito, esperas emocionantes en noches de verano y las imágenes fugaces de Navidades anteriores en que veían aparecer a lo lejos a Papá Noel cargado con una bolsa de arpillera llena de regalos y había que cantar una canción antes de recibir el primero. 
Pero la chacra no era ni estancia ni propiedad de la familia sino una estación experimental de agricultura de la que su abuelo era director y en la que habían venido al mundo su padre y sus tres tíos. Un lugar encantado, donde cada arboleda podía ser un reino imaginario y los caminos, rutas extraordinarias que los llevaban, a pie o en bicicleta, al otro lado del mundo. Un paraíso, pero un paraíso ajeno y, por lo tanto, destinado a salir de su existencia ante la más mínima vuelta de la vida.
Quizá la composición, con ese ‘aquellas’ tan profundamente lejano, cuando no habían pasado en realidad sino dos o tres años, era el canto de cisne de una época que sus padres y sus abuelos no se atrevían a entonar, y salía entonces de la garganta de una niña con el pretexto de cumplir con una tarea escolar.
Aquellas Navidades que pasaban en la chacra, como las oscuras golondrinas que contemplaban la dicha del poeta, no volverían. Ni volverían tampoco otras Navidades veraniegas arrulladas de villancicos puestos en tocadiscos hasta saberlos de memoria. 
Hacía años que las Navidades le sucedían en invierno, en un país que, promediado diciembre, se ponía a añorar otras Navidades con nieve y, no ya en el tocadiscos sino en la música de fondo de los supermercados, cantaba White Christmas Bing Crosby. No volverían tal vez tampoco aquellas navidades que recordaban sus nuevos compatriotas del otro hemisferio.
La Navidad se le hacía algo difícil de vivir en presente. Como si fuera suficiente convocar el carpe diem para que se hiciera carne y desaparecieran, como por arte de magia, las superpuestas capas, traslúcidas como películas, de las sucesivas fiestas vividas a lo largo de los años, cada una de ellas con los tintes de una época. Más bien sucedía lo contrario: en Navidad, más aún que en otras fechas, el aquí y ahora se teñía de todas las Navidades precedentes, que no volverían quizás porque tampoco se habían ido nunca. Vivían dentro de ella y emergían ante la más mínima señal sonora o luminosa. 
Había un villancico, en particular, un villancico que se sabía de memoria de tanto haberlo cantado y bailado siguiendo la voz de Julia Elena Dávalos en un disco que ponía su padre o su madre en el combinado una y otra vez, más que seguro porque ella se lo pedía, la tarde del 24 antes de ir a la chacra para festejar con toda la familia. El combinado, un mueble bastante elegante que el lector desprevenido podría confundir con un aparador pero que albergaba en su interior una radio, un tocadiscos y un espacio para guardar los long-plays, estaba en el living-comedor, contra la pared, entre dos sillones y cerca de la ventana que daba a la calle Italia. De él salían las noticias, los comunicados del ejército cada vez que había un golpe militar, pero también Mozart, Atahualpa Yupanqui, María Elena Walsh, el concierto de Aranjuez, Los Chalchaleros, el adagio de Albinoni y toda la música que mi madre compraba en la disquería La Quena de la calle San Nicolás. Seguramente venía también de La Quena el long-play ‘Villancicos de nuestra tierra’ con la pintura del indiecito tocando el bombo legüero en la tapa. 
Tanto lo había escuchado y repetido que se lo sabía de memoria. Pero, como es de vulgar y público conocimiento, con el correr del tiempo los discos fueron reemplazados por cassettes, los cassettes por CDs, los CDs por música en internet y, como nunca más nadie volvió a poner el disco, nunca más oyó a Julia Elena Dávalos entonando aquel villancico que empieza ‘La virgen va caminando…’ Nunca, sin embargo, lo olvidó y, de vez en cuando, sobre todo para las Navidades, le daba por cantarlo. 
La letra dice que la virgen va caminando a Belén con San José y el Niño y, como el camino es tan largo, al niño le da sed. Se detienen entonces en un huerto naranjel  y, con permiso del dueño, que es ciego, María coge tres naranjas, una para el niño, otra para San José y la tercera para ella. Pero cuando parece que se acaba la historia, porque, una vez saciada la sed, los tres se van, es cuando sucede lo que, cada vez que la canta o la recrea mentalmente, le pone la piel de gallina: ‘el ciego del naranjel, mientras la virgen se aleja, abre los ojos y ve’. Cierra enseguida el villancico con una pregunta del ciego ‘¿Quién será esa señora que ha hecho tanta merced?’ Y la respuesta que se da, una conjetura: ‘Será la virgen María que pasa para Belén.’
Quién sabe qué itinerarios hacen que la embargue la emoción al revivir estos versos tan sobrios, a ella que no va a misa desde hace más de tres décadas. Hay algo en la sencillez con que está contado el milagro, de modo que puede leerse como tal, o no -tal vez es esa señora la que le devolvió la vista, tal vez pero quién sabe; tal vez esa señora es María, tal vez pero quién sabe- la que la devuelve a un sentimiento de ligereza y de profunda trascendencia a la vez, como cuando se movía al son de los villancicos para bailar la intensidad de saber que esa noche nacería el niño Dios y algo sobrenatural pasaría.
Tampoco es ajeno a la emoción el que la señora que quizá sea la Virgen esté de paso y que sea así, de paso, como si nada, para agradecer tres naranjas, que le devuelva la vista al hombre. Será que los milagros son siempre así, acontecimientos simples entreverados en la corriente de la vida, que algunos ven como meras coincidencias y otros, como experiencias trascendentales.
La nena, que es ahora una mujer que vive del otro lado del mar, tenía la certeza de que en Nochebuena sucedían cosas sobrenaturales y a lo mejor por eso, mientras esperaba la medianoche, con el alma en vilo, jugaba a celebrar rituales en los que se sentía parte de un todo sagrado.
Acaso la Navidad representa el anhelo de recuperar por una noche esa intimidad con lo sagrado que tienen los niños, que tenía la mujer cuando era una nena y esperaba, con expectativa indecible, aquellas navidades que pasaban en la chacra.

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