El mundo es una pantalla








A Laura Gaud




La noche te trajo presencias de otros tiempos, rostros y cuerpos que hace mucho no ves. Algunos porque han muerto. Otros porque están lejos. La noche es una fiesta donde sucede todo lo que no puede hacerse en la vigilia. De noche, en sueños, la gente baila y ríe, pasea por la orilla del agua, se mueve, se saluda, discute, grita o susurra, se mira a los ojos, se toca. 

De día, las vidas transcurren a través de pantallas de colores intensos en paisajes que, a fuerza de mirarlos, crees que conoces. En el mismo rectángulo, en diferentes momentos, ves actores en Francia o Finlandia, Inglaterra o Dinamarca, España, Israel u Holanda, un reportero en Estados Unidos, de pie, con mascarilla, delante de la Casa Blanca o aquí nomás, delante del Berlaymont, anunciando las nuevas medidas; tu familia en Tornquist, entre árboles y apacible silencio; una amiga en Buenos Aires o Bariloche; alumnos en oficinas o casas, con sus hijos y sus perros; amigos o conocidos en rincones escogidos de sus interiores que, a propósito o a su pesar, revelan un fragmento de sus almas. Los ves y tus ojos se pasean con avidez por los distintos espacios. Con un deseo insaciable de apoderarse con la vista lo que no pueden la piel y las manos. A veces, a las imágenes, se superponen bandas sonoras y oyes sirenas de policía en el otro extremo del mundo, el canto de un hornero en el campo, un ladrido, voces o pasos que resuenan en el fondo, detrás de quienes hablan. 

El mundo, que era un pañuelo, es ahora una pantalla. Todo pasa por ella. Las caras y los afectos, los movimientos, las clases, las conferencias, las charlas con los amigos, las noticias, los entretenimientos, los juegos, las películas, las lecturas, las opiniones, hasta los chistes y la risa.

Pero nada iguala la alegría de la presencia real. Ayer te cruzaste con una amiga en el metro. Oíste tu nombre gritado con ansias desde la puerta de un vagón y corriste hasta donde estaba. El tiempo de dos estaciones compartido te llenó el cuerpo y el alma de una alegría infantil que hace rato no sentías. Nada de lo que dijeron, ni ella ni vos, era trascendental. Lo que lo era realmente era ese estar de la otra en el asiento de enfrente y esa risa que hacía temblar las panzas y abrir las bocas debajo de las mascarillas.

Reírse a mandíbula batiente, a carcajadas, es historia de los cuerpos que se conocen y reconocen, y de las almas, que las pantallas no dejan pasar con nitidez. El plasma quizás plasme la vida de los otros en imágenes que sabemos leer, pero no deja pasar todo. Filtra, sin que nos demos cuenta, sabores, olores y tacto, partes del otro que estamos acostumbrados a sentir, la manera en que su cuerpo aborda el espacio o toma aire. Y si el alma, al fin, está hecha de aire, el mismo que nos contamina y por el que navega el virus, y si nos impiden, por ello, compartir los aires, ¿dónde andan las almas, dónde flotan y se encuentran?

Solo de noche, en sueños, como los pueblos de otros tiempos, visitamos el antiguo reino de la vigilia, donde todo parecía ser posible, y nos reímos y nos abrazamos y volvemos a estallar en carcajadas.




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