Una cana al aire

¡Ay, una cana! - exclamó Teresa horrorizada delante del espejo y ahí mismo se la arrancó.

Liberada del cuero cabelludo que la sujetaba, la cana flotó un instante, ligera, en el aire de la habitación y cuando parecía que caería sin remedio al suelo de mosaico, una ráfaga entró por la puerta del baño y la empujó hacia la ventana abierta del séptimo piso.

En el departamento de enfrente Juan se asomaba para ver qué tiempo hacía y decidir qué ponerse. Un rayo de luz iluminó un instante el pelo blanquísimo que planeaba en el hueco que separaba las dos alas del edificio -el pelo blanquísimo que ya no era de Teresa- y quién sabe por qué en un impulso Juan sacó el brazo por la ventana y lo cogió entre los dedos. ‘Una cana al aire,’ se dijo, ¿de quién será?’y miró al otro lado del hueco que caía a pique hasta el patio de abajo. Desde su baño, Teresa, que había terminado de arreglarse, le guiñó un ojo, cómplice.

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