Nuestras madres, una película de César Díaz


Anoche estuve en Guatemala. Anduve por sus calles. Vi sus coloridos ocres, rojos, verdes. Estuve en algunos interiores y me impregné de las vivencias de sus habitantes. Respiré junto a ellos, participé de reuniones, sentí cómo era vivir en esas casas con esa gente. Podría haber estirado el brazo y tocar esas ventanas de vidrios traslúcidos o abrir la puerta para salir al balcón a fumar y ver la ciudad baja anochecida. O conversar con la madre de Ernesto o sus amigas, que han de tener mi edad, en ese ritmo cadencioso de que están hechas las pláticas en ese lugar de la Tierra.
Sin duda contribuyó a completar las sensaciones lo que sabía, lo que traía sabido antes de ver la película, lo que he vivido en contacto con latinoamericanos, esa manera de estar en el mundo, cálida, entregada y a la vez pudorosa, bien dispuesta al chiste y al baile, pero con un dejo de pena en el fondo.
Sin duda. Pero es mérito del director de “Nuestras madres”, César Díaz, el saber llevarnos, a lo largo de la hora y pico que dura la película, a su país tal como lo siente, de manera que los espectadores viajamos con él, en esa travesía en búsqueda de su identidad, al alma de Guatemala. Un viaje iniciático de ida y vuelta, un pasaje a través de la muerte para renacer y dar sentido a la vida, una experiencia profundamente anclada en una tierra y un tiempo, y quizá por ello mismo, espejo de las almas de muchos otros pueblos.
Anoche estuve en Guatemala. Me llevó la cámara de César Díaz. Sobria al mostrarme los huesos amarillos que Ernesto coloca sobre la mesa para dar forma al cuerpo muerto. Tambaleante dentro del carro por las calles del centro. Muy cerca de madre e hijo en la intimidad de su casa. Austera en los primeros planos de las guatemaltecas, revelando la historia de sus vidas en sus rostros ajados. La cámara y la luz. Los claroscuros que acompañan los espacios donde se mueven los personajes, esas casas llenas de sombra en contraste con el sol de afuera.
Y si tuviera que escoger una sola escena, me quedo con la de madre e hijo eligiendo lo que se va a poner ella para ir a dar testimonio en el juicio. La madre ha sacado todas sus prendas del ropero y las ha desparramado sobre la cama. El hijo le va proponiendo y ella comenta, ‘esta no, porque tiene un hoyo’, ‘¿por qué no la tiras?’, ‘porque la quiero’, ‘¿y esta otra?’, ‘tampoco, es demasiado vieja’. Hasta que dan con una blusa de un color rojo oscuro, ella se la apoya sobre el pecho y decide que sí, que es la que conviene, y enseguida anuncia que se va a cortar el pelo.
En cualquier otra película, en una más convencional en todo caso, se daría por sentado que la gente tiene qué ponerse para cualquier circunstancia y, si no lo tiene, va y lo compra. Y, por eso, esta escena no se enseñaría, no existiría, habría un corte entre el antes y el después sin mostrarnos la intimidad del proceso por el que la mujer llega a tomar la decisión. Un proceso íntimo, hecho del contacto con la ropa, esas telas que viven con nosotros, tocando nuestra piel, cubriéndonos y definiéndonos como personas. El hecho de enseñar esa “miseria”, el rito de escoger entre lo viejo o lo usado, entre lo que se conserva por cariño o por falta de dinero o interés en lo superfluo, las prendas que va a ponerse en un momento fundamental de su vida, nos da la medida de lo que realmente cuenta, pone los valores en su sitio.
Anoche estuve en Guatemala, en lugares que mi alma no olvidará.

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