La vergüenza es algo que se infla
Suponete que
naciste en la vergüenza. Suponete -no es más que una suposición, ¿eh? No tiene
nada que ver con vos - que tu vieja, que era una nena y por supuesto soltera,
se quedó embarazada y vos te pasaste los nueve meses enteritos de gestación
comiéndote -nunca mejor dicho- toda la puta vergüenza que le hicieron sentir a
ella por haberse dejado preñar en esas circunstancias. Suponete que todo ese líquido
amniótico, impregnado de todo el bochorno de tu vieja (que era muy joven) entraba
y salía por tus poros noche y día y vos flotabas, sin comerla ni beberla
(bueno, en realidad, sí), en su angustia tremenda que se prolongaba las
veinticuatro horas del día durante nueve meses interminables.
Después, claro,
naciste y todo el mundo te trató más o menos bien. Acá no ha pasado nada. La
chica -tu vieja- se casó con el novio -tu viejo- y vivieron felices y comieron
perdices. Aunque lo de vivir felices fue relativo. Y comer perdices no se
estila donde naciste. Comieron más bien vacas y, en general, más flacas que
gordas. Pero comiste, comías, y fuiste creciendo. Y, por supuesto, nunca nadie
te contó lo del embarazo prematrimonial y mucho menos, lo de la vergüenza que
había significado el parto antes de que se cumplieran nueve meses de la boda.
Suponete que, a
pesar de todo, quiero decir, de los años que fueron pasando y de que nadie
nunca dijo nada, vos seguías metida en la vergüenza, como el agua en la bañera
o la cama en el dormitorio. Y por mucha terapia, teatro o viaje al extranjero
que hicieras, ahí estaba esa cosa fofa que se inflaba ante el más mínimo gesto
o acento que pudiera interpretarse como acusación de no estar haciendo lo que
correspondiera. Estabas segura de equivocarte siempre. Solo era cuestión de
tiempo que alguien se diera cuenta. Algo que habías dicho o hecho te había
traicionado. El que estaba a tu lado se había percatado, te había pescado con
las manos en la masa. ¡Trágame tierra! Que se hundiera el piso bajo tus pies
para no seguir soportando lo insoportable, esa constante sensación de humillación.
No merecías ocupar un espacio, empujar el aire con tu presencia. Por eso, lo
mejor era desaparecer. Así que te fuiste lejos pero, aun así, no se ha
descubierto todavía el modo de que una masa corporal no llene un espacio. Acá o
allá, tu cuerpo estaba y se veía.
Suponete que seguís
metida en la vergüenza, día tras día, y estás harta de estar pidiendo disculpas
por cada movimiento tuyo que desplace el aire. Pero no podés salir. Aunque
quieras. Estás metida en la vergüenza como el gas en un globo o una cotorra en
su jaulita que, si se escapa, se la come el gato.
Andás por ahí
como envuelta en una bolsa de plástico que te deja respirar lo justo para no
morirte. Estás hasta la coronilla porque serás avergonzada pero no boluda y te
das cuenta de que millones de sinvergüenzas hacen realmente cosas que no
corresponden ni deberían hacer y andan por ahí lo más campantes sin que se les
mueva un pelo. Y vos, que no matás ni una mosca, te frenás ante el más mínimo
comentario que te repruebe.
Suponete que hoy,
en un pase de magia, la vergüenza que te acompaña desde que naciste se va a
hacer humo. A ver, soplá, nena. Nada por aquí, nada por allá. ¿Viste?
Desapareció.
Excelente! UF! Que suerte que el mago la liberó! Aquí se siente igual! Un aire ahogado pero le pido a,tu mago y nuevamente nace la libertad que vive en mi interior! Hermoso relato María Dulce!
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