Aligatór(r)ido



Apenas lo vi, me acerqué y fui a sentarme a horcajadas en él. Parecía un pedrusco enclavado en la arena húmeda, a igual distancia del viejo edificio que del mar. Lo había descubierto al bajar a la playa desde la larga galería que, trazando una curva, iba siguiendo la línea de la costa y entre cuyas paredes azuladas me había estado paseando, deteniéndome ante cada una de las amplias ventanas con arco de medio punto que se abrían a mano derecha, para disfrutar de la vista.

Al parecer, el lugar había formado parte de un hotel de lujo abandonado a su suerte hacía quién sabe cuánto. Pero ahora pertenecía a una gente que habíamos venido a visitar y yo no podía dejar de pensar en lo afortunados que eran de poseerlo.

Desde mi roca, contemplaba la suave bahía lamida por las olas y me dejaba arrullar por el susurro del agua, cuando sentí un temblor debajo de mí. La oscura superficie sobre la que se posaban mis nalgas, ¡no era de piedra quieta como creía! Sino que gruesas escamas, cuadrángulos de aristas romas pero duras, bajaban o se alzaban, a riesgo de clavárseme, y se meneaban de un lado a otro como si quisieran tirarme al suelo.

Solo entendí cuando me acordé de lo que habían dicho en las noticias hacía unos días. Sobre unas imágenes de grandes inundaciones en las que pasaban flotando coches y unas garzas sumergían los picos para pescar una presa en medio de lo que había sido la plaza central de una ciudad, el locutor, aludiendo al cambio climático, habló del riesgo de encontrarse cara a cara con grandes reptiles en el lugar menos pensado.

Eso era: me había sentado encima de un cocodrilo. Pero no me asusté. No. Puede sonar raro pero creo que fue porque pensé en ti, en cuánta simpatía solías tener por esos predadores feroces, y sentí que quizás me estabas mandando un mensaje en clave. Sí, fue por eso que no grité ni se me ocurrió huir. Al contrario, acaricié la gran cabezota y le dije algunas palabras amables como quien habla con un perro, y él gruñó como si aprobara.

Nos quedamos los dos ahí un buen rato mientras caía la tarde y el cielo teñía de azul profundo el agua, el viejo hotel y nuestras caras. Cuando oscureció y se levantó un aire frío, vino de la galería un hombre con una caja y metió al cocodrilo.




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