Diagonal
Dijo que veía en
diagonal y yo no entendí. Que era como si las cosas hubieran estado torcidas,
pero no de cualquier manera, sino inclinadas a la izquierda, siempre, todas las
líneas verticales caídas hacia la izquierda, con la consiguiente deformación de
todo lo que quedaba en medio. Traté de imaginarlo: las paredes, las ventanas,
el biombo, los caños, los laterales de las puertas, los marcos de los cuadros,
las tazas, el cartón de leche, el radiador… inclinándose primero leve, luego
decididamente, hacia la diagonal, y lo que no era estrictamente vertical, lo
que iba en el medio -plantas, libros puestos sobre la mesa, almohadones en los
sillones - deformados también por la perspectiva, como cuando copias una foto
con la computadora y antes de fijarla, la imagen baila en una u otra dirección
y todo se estira o aplasta, según.
No sé por qué pensé
en El Greco, en todas esas figuras alargadas, según algunos, por un defecto
visual del artista. Doménikos
Theotokópoulos habría visto realmente así a las personas, dicen, y las
habría representado en consecuencia. También ella vería las cosas a su manera y
le costaría moverse en aquella oblicuidad, tanto más expresar, compartir lo que
veía con otros, que tenían visiones diferentes. La imaginé ladeándose para
pasar por una puerta que los demás verían vertical, y la extrañeza que eso
causaría en los testigos, o la dificultad de correr cortinas o calcular el modo
de agarrar una botella sin que se volcara el contenido.
Empezaba a darme
una idea de lo quería decirme y la miraba fijo, mi mente perdida en todas las
imágenes que habían suscitado sus palabras, cuando llegó a mis oídos una
comparación nueva. Ella había seguido hablando. Era como si le hubieran dado un
rompecabezas para armar, dijo, pero le hubieran quitado -sin decírselo- algunas
piezas clave y ella hubiese pasado años tratando de encajar las que tenía como
mejor podía. Llenando los huecos con imágenes que venían de quién sabe dónde.
Trabajando con intensidad, a conciencia, a su leal saber y entender, que no era
mucho se comprobaría más adelante, claramente insuficiente para lograr una
visión de conjunto.
Hasta que le
habían dicho lo que le dijeron y entonces había entendido.
Pero el daño se
le había quedado en el cuerpo. Un tremendo agujero allí donde faltaba el
meollo. Como recuperar las piezas clave pero encogidas por el destiempo. No
encajaban del todo. Quedaban montones de resquicios, zonas en sombras, y un
rencor sordo que crecía entre las ranuras como cáncer desbocado.
¿Qué hacer con
esas células ingratas que se amontonaban, como moho, en las esquinas, y subían
a borbotones entre las fichas, apestando?
Yo seguía
mirándola, como Pico, deglutiendo su lenguaje metafórico, intentando calzar yo
los fragmentos que ella no podía. Veía su cara pálida y el mucho esfuerzo que
ponían sus mandíbulas en despedazar las viejas torceduras y esas sucias células
que las contaminaban. Habría querido hacerlo por ella, pero no era el rol que
me tocaba.
Hasta que, en una
de ésas, tras mucho mascullar, del oscuro fondo de su boca salió una forma
irregular de un color bello e indecible. Nos quedamos mirándola, como picos de
ave, como ojos de águila. Era perfecta la pieza, labrada con precisión de
relojería, y cabía exactamente entre las rendijas. Ahí se fue metiendo, colmó
impecable la herida.
La vimos
completar el dibujo, revelar la belleza de sus contornos arqueados.
Dijo que se iba
enderezando y yo fui testigo del cambio en su mirada.
Comentarios
Publicar un comentario