La escasez de rinocerontes
“¿Dónde
estará ahora mi sobrino, Yogurtu Mgué,
que tuvo que huir precipitadamente de la aldea
por culpa de la escasez de rinocerontes?”
(Les Luthiers)
La culpa de
todo la tuvieron las vaquitas de San Antonio, que ese año se olvidaron de
venir. En Europa, donde nadie las llama así, sino mariquitas, o coccinelles o
ladybug, según donde te toque vivir, las vaquitas suelen llegar a fines de
abril, principios de mayo, a más tardar a fines de mayo si ha hecho frío. Pero
pasó mayo, pasó junio y llegó julio, que trajo de la noche a la mañana una ola
de calor que para qué te cuento…, y nada. Ni una sola vaquita en el balcón o en
el jardín del vecino. Ni siquiera en los parques públicos. Ni que se las
hubiera tragado la tierra.
Ni una sola
vaquita que se comiera los pulgones que rebasaban de gordura y se multiplicaban
a ojos vista dejándose ordeñar por las hormigas, en mi planta de pimientos. Y
yo, que me había quedado esperándolas sin remedio, me resigné a trasladar la
planta a la bañera, para darle de vez en cuando una ducha asesina de pulgones.
Pero en el
fondo, muy en el fondo –en un hueco sin nombre de mi alma- seguía esperando a
las vaquitas como signo visible y necesario del paso del tiempo y el cambio de
estación.
Entonces
sucedió aquello: del mismo modo en que, a pesar de los cambios de temperatura,
las vaquitas jamás vinieron, mi cuerpo, que hasta entonces había obedecido a
reglas claras de nutrición y digestión, manteniéndose en un peso estable al
ritmo de los días, de la noche a la mañana, sin avisar, y pese a no comer más
de la cuenta, se puso a comer como los pulgones. Y pese a la expectativa lógica
de que el menos comer y más moverse traería de nuevo la delgadez, a mi cuerpo
se le antojó seguir engordando como loco. Aunque comía lo mismo de siempre,
aumenté primero uno, después dos, después tres kilos y cada día un poco más
hasta que al final perdí la cuenta.
Por fin, para
el mes de octubre, cuando ya era evidente que las vaquitas no vendrían más,
pesaba cien kilos y no podía moverme del sillón que había instalado delante de
la bañera para ver cómo los pulgones se comían la planta.
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