Fragilidad primera


Un pensamiento apenas, que aparece y desaparece al ritmo de los otros, los que están afuera. Adentro, protegida bajo varias capas de tejidos rojizos, violáceos, amarillentos, nadie sabe que estás excepto la mujer en cuyo cuerpo creces. Pero su vientre se contrae de temor y te ruega que no te muevas, que te quedes quieta, como si no existieras, para que los otros, los que se desplazan de forma independiente por el espacio exterior, no se den cuenta de tu presencia. ¿Cómo no ceder a la solicitud amorosa y cálida de quien te lleva? Te esfuerzas, te concentras en ordenar a tus células que no sigan reproduciéndose, que se detengan en su multiplicación demente, extraordinaria, que se paralicen y sequen para evitar lo que tanto teme tu madre: que ocupes un lugar y su vientre se hinche de ti hasta reventar, y nazcas a la vida ajena. Quédate quieta –te dices- desaparece, esfúmate, regresa a la primera célula sin nombre. Sé huevo minúsculo, indiferenciado, para que a nadie hiera tu aparición.

Esperas que, si te concentras, si dominas tus pensamientos, ellos sabrán parar el proceso y, en lugar de nacer, te derramarás en líquido o serás aire. Pero es no contar con la terquedad de la vida que, indiferente a tu voluntad de discreción, sigue ahí, precipitándose en energía, derrochándose en carne y vasos sanguíneos, que brotan como enredaderas tropicales, sordas a tus gritos de ¡alto!

Cuando se cumplan nueve meses y, al término del gestar, nazcas, llevarás impreso en la primera célula de tu cuerpo el pensamiento que te habita:
Que nadie te vea
Que se vuelvan transparentes tus tejidos y tus huesos
Que no seas más que un puñado de polvo en el viento, agua en el agua, nada…



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