De plástico
“Era una ciudad de plástico, de esas que no quiero ver,
De edificios cancerosos y un corazón de oropel
Donde en vez de un sol, amanece un dólar
Donde nadie ríe, donde nadie llora
Con gente de rostros de poliéster
Que escuchan sin oír y miran sin ver,
Gente que vendió por comodidad
Su razón de ser y su libertad”
De edificios cancerosos y un corazón de oropel
Donde en vez de un sol, amanece un dólar
Donde nadie ríe, donde nadie llora
Con gente de rostros de poliéster
Que escuchan sin oír y miran sin ver,
Gente que vendió por comodidad
Su razón de ser y su libertad”
Rubén
Blades, Chica plástica
Hace muchos muchos años, tantos que el habitante más
viejo del planeta no guarda memoria de que le hayan hablado de ellos sus
abuelos, los hombres eran de carne y hueso.
Los huesos eran la estructura sólida sobre la que
moldeaba la carne las distintas identidades. Al principio de la vida, cuando
alguien acababa de nacer, la carne era mullida y la piel que la recubría, de
una suavidad que invitaba a la caricia. Más adelante, en plena juventud, la
carne era firme y modelaba formas seductoras que atraían a los seres del sexo
opuesto. Con el correr del tiempo, poco a poco, la carne perdía plasticidad, se
iba secando hasta llegar a ser un pellejo endurecido que recubría el esqueleto.
Durante miles de años esta evolución pareció normal
a la gente que nacía y moría sobre la faz de la Tierra. Y este estado de cosas
habría seguido así por los siglos de los siglos si no hubiera sido porque un
día convivieron y se conjugaron en las mentes de algunas personas el deseo de
permanecer jóvenes para siempre y los medios para lograrlo.
Por medio de implantes y la ingestión de píldoras o
alimentos modificados, la carne permanecía firme y mantenía la plasticidad
intacta por un tiempo mucho mayor al previsto por la naturaleza, de modo que la
gente llegaba a edad avanzada, e incluso moría, con aspecto joven.
Al principio se creyó en la inocuidad de los
procedimientos. Algún sabio oriental se atrevió a formular una que otra
objeción en cuanto a los posibles cambios no solo en el cuerpo sino también en
el alma humana pero los pocos que lo escucharon se rieron de él.
Imperceptiblemente primero, más claramente después, las
caras inyectadas de plástico adquirieron una dureza de gestos que enseguida se
reflejó en actos, y los ojos, aun los más bellos, se fijaron en expresiones sin
fondo que no eran más que el espejo de almas vacías.
Menos mal que al comienzo no todos quisieron
plastificarse. Hubo quienes se opusieron abiertamente y fundaron colonias
aisladas donde podían alimentarse todavía con los frutos de la Tierra creando
así focos de resistencia contra el avance de la plastificación.
Pero el proceso en marcha se hizo ineluctable el día
que nació el primer niño de plástico. Un hombre y una mujer de cuerpos
perfectos y ninguna arruga anunciaron orgullosos por televisión al mundo entero
que su hijo era de plástico y, como tal, no lloraba ni se quejaba de hambre
porque no solo no la sentía sino que no tenía ninguna sensación ni emoción.
Bastaba con alimentarlo con unas pastillas para que el bebé creciera y se
desarrollara hasta ser un adulto de plástico obediente, insensible y
perfectamente adaptado a la sociedad en la que estaba llamado a vivir.
Después de aquel, nacieron muchos niños de plástico
que poco a poco fueron reemplazando a los de carne y hueso que iban
extinguiéndose.
En la actualidad toda la gente es de plástico y ya
nadie recuerda el significado de palabras como amor, alegría, tristeza,… no
digamos de emociones más complejas o sutiles como la compasión, la empatía o la
nostalgia.
Todas y cada una de las células de la única especie
que ha sobrevivido en la Tierra, los seres plásticos, tienen la esponjosidad
grisácea y compacta de un carcinoma.
La gente es perfectamente fea y más dura que la
piedra, pero nadie sufre porque ya nadie recuerda lo que eso significa.
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