Vlaamse autisme


Melle, cerca de Gante, noviembre de 2007

El doctor Van Petegem lleva gafas con patillas de colores diferentes, una roja y otra verde, como si quisiera dar una imagen de alguien que está más allá de convencionales simetrías.
Estamos sentados con dos o tres miembros del personal del internado que acoge a mi hijo en razón de sus problemas escolares, en una salita que bien podría considerarse paradigma de la funcionalidad flamenca, con sus paredes blancas, sus muebles de IKEA y la ausencia de cualquier objeto que no tenga un fin práctico. Hasta la decoración se limita a algunos dibujos de niños del internado y un par de obras de escaso valor artístico pero de inspiración claramente psiquiátrica.
Es el fin de una tarde de invierno y por la ventana se ve cómo cae la oscuridad sobre el jardín. Adentro, las luces encendidas completan el cuadro de asepsia y falta de calidez que caracteriza a ese tipo de lugares.
El doctor Van Petegem es psiquiatra y está aquí para comunicarnos los resultados de los tests que le han hecho a nuestro hijo. Es la primera vez que lo vemos. Además de sus gafas de patillas asimétricas, lleva un traje de color neutro y una barba bien recortada. A decir verdad, aparte de las gafas, todo en él es olvidable: un hombre de mediana edad y mediana estatura como hecho a medida para pasar desapercibido. Por eso, resulta extraño que nos mire con aires de superioridad desde el sillón del que apenas se ha dignado alzarse para saludarnos cuando entramos.
Se inicia la sesión con una detallada exposición de los tests que se han realizado y lo que se pretendía medir con cada uno de ellos. Son los asistentes los que exponen. El doctor Van Petegem permanece en silencio con mirada grave, como una pitonisa que escatimara sus palabras, no fueran a perder –de proferirlas a destiempo- sus dones proféticos.
Por fin, superados los largos prolegómenos, se abre paso con voz nasal el anuncio: “Su hijo es autista.”
Me largo a llorar. Emiten -algunos de ellos- palabras de consuelo que se quedan flotando entre los muebles. Nadie intenta una expresión más afectuosa ni comprende los motivos de mi llanto. Suponen que es porque me han revelado una verdad incontestable que no puedo asumir. Tanta es la arrogancia del doctor Van Petegem y tan sumisa la confianza de su equipo en sus diagnósticos.
A ninguno se le ocurre –a lo sumo a mi exmarido allí presente- que por haberlo cargado en mi vientre y convivido a diario con él más de trece años, mi opinión pueda tener algún peso cuando afirmo entre sollozos que eso no puede ser cierto.
Yo he visto crecer a mi hijo y sé cómo se comunica conmigo, con su hermano y su padre. Sé de sus capacidades expresivas cuando imita personajes o animales. Lo he visto jugar con otros niños e incluso hacer una representación para seducir a una niña. ¿No es el autismo una incapacidad para comunicarse con el entorno que se manifiesta, además, desde la más tierna edad? ¿Cómo podría alguien volverse súbitamente autista a los trece años?
Como lloro y además soy extranjera y todo el mundo sabe que la eficiencia flamenca es superior a la de cualquier otro país e indiscutiblemente a la latina, el asunto queda zanjado prestamente: no solo el hijo es autista sino que la madre está completamente desequilibrada. Y eso no hace más que confirmar sus teorías. En un cuadernito que han de aprender de memoria todos los estudiantes de psiquiatría y aledaños de esta parte del planeta, ha de haber un cuadro lleno de compartimentos bien separados en uno de los cuales ha de leerse que todo niño que presenta tales o cuales características, incluida una madre como yo, es autista. No hace falta más para probarlo. La psiquiatría, en Flandes, es una ciencia que consiste en pegarle a cada uno una etiqueta para que a nadie se le ocurra desplazarse, tan siquiera un milímetro, del lugar que le han asignado.
Hace ya casi año y medio -desde que mi hijo manifestó una dificultad patente para ir a la escuela, e incluso para salir de casa- que hemos estado viendo a cuanto psicólogo, psiquiatra o terapeuta de los más diversos métodos, habidos y por haber, nos han recomendado, sin que ninguno de ellos hasta ahora haya dado en el clavo con el diagnóstico. Nos han acusado de no ser lo suficientemente firmes, de no saber explicarle las cosas. Han propuesto que personas extrañas lo vengan a buscar y lo lleven a la escuela. Han sugerido que es psicótico o autista o quién sabe qué. Nos han tratado como un caso social. Le han impuesto una medicación. Lo han sometido a todo tipo de tests y pruebas. Se han atrevido a insinuar que tiene una inteligencia por debajo de lo normal. Han establecido que tiene problemas de aprendizaje que nunca antes ha manifestado. Nos han aconsejado cambiar de escuela. En la escuela Steiner nos han dicho que tiene síndrome de Asperger y lo han expulsado sin ninguna explicación. Nos han enviado incluso delante de los tribunales por no “querer” cumplir con la obligación escolar. Hemos sentido pesar sobre nosotros el fantasma de la separación, el temor a que puedan despojarnos de nuestra autoridad de padres, a que puedan quitarnos nuestro hijo.
Y si hay algo verdadero, algo inquebrantable en todo esto, es nuestro amor por él.
Por eso, hemos venido aquí, a Melle, en busca de lo que percibíamos como nuestra última oportunidad. Y la frase perentoria de Van Petegem acaba de borrarla de un plumazo. No porque sea cierta, sino todo lo contrario.
¿Cómo no llorar ante semejante prueba de inepcia profesional? Al doctor Van Petegem le han hecho falta largos e indescifrables informes llenos de terminología complicada para sacar una conclusión que cualquiera –absolutamente cualquiera- que hable dos minutos con nuestro hijo puede refutar. ¿Cómo puede ser autista una persona capaz no solamente de mantener una conversación en diversas circunstancias sino también de reaccionar a los estímulos a los que está expuesto con coherencia y sensibilidad? A menos que en Flandes autismo quiera decir algo completamente distinto... A menos que en Flandes la psiquiatría forme parte no de la medicina ni de las ciencias humanas, sino de la burocracia y tenga, por ello, como objetivo clasificar a la población entre los que se ajustan a las estructuras y los que no.
El doctor Van Petegem se sujeta la patilla verde con la mano izquierda para ajustarse las gafas y nos tiende la derecha para despedirse, una sonrisa corta y falsa en su boca.
Nos vamos con el corazón apretado. Aunque no estemos de acuerdo, tendremos que someternos -mi exmarido yo- al veredicto, pues es el único modo de que nuestro hijo sea admitido en el internado que puede ayudarlo a recuperar una escolaridad normal.


Con el correr de los años se ha afianzado la certeza de que nuestra intuición era la buena y apoyándose en la confianza de la familia, nuestro hijo ha sabido construirse un presente creativo y promisorio. Ya no teme, como durante tanto tiempo, ser autista ni loco. Nuestro hijo tiene la suerte de tener padres -y abuelos, y un padrastro- fuertes, que supieron imponerse a la arbitraria y retrógrada autoridad de un burócrata y convencerlo de su salud mental.
Pero que el monstruo de las gafas asimétricas siga suelto, es un hecho alarmante que denuncio.

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