Delirium tremens

A tous ceux qui se voilent la face



Anoche me inyectaron otra vez y esta mañana me han explicado que todo ha sido por mi bien. Me siento inclinada a creerles ya que estoy completamente relajada y en mi mente flotan nubes vaporosas que se adelantan a cualquier atisbo de pensamiento. Ahora, sentada en esta silla, mirando por la ventana las ventanas de enfrente, tras las cuales vislumbro aquí y allá siluetas que han de estar mirando, como yo, sin ver, las ventanas de enfrente, rememoro –es un decir- más bien vienen a mí, en jirones, frases que me han dicho, imágenes sueltas que no consigo hilvanar.

El cielo, primero, que desde aquí no veo. Me lo mostraron y yo dije que era azul. “¡Verde!”, dijeron ellos. “El cielo siempre ha sido verde.” Y yo me quedé pensando que, desde que tenía memoria, lo había visto azul y así se lo hice saber. “Delira,” comentaron entre ellos y me sometieron a otras pruebas. Así me fui enterando de que la luna era roja, la nieve negra y los árboles violetas. Bastaba cambiar de perspectiva –dijeron- ser flexible, amoldarse a los tiempos. Lo intenté. Juro que lo intenté.

Me hice listas de equivalencias para no volver a equivocarme y hasta cierto punto lo logré. De tanto andar por la calle aprendiendo los colores, empecé a notar unas figuras de cuyas tonalidades no podría afirmar nada a ciencia cierta pero que, al principio, me parecieron espectros o extrañas garzas. Alguien me dijo que eran mujeres y que se vestían con esos paños para agradar a Dios. Como me asombraba que a Dios pudiera agradarle semejante atuendo que ocultaba toda belleza, me puse a estudiarlas con curiosidad. Junto a mis listas iba anotando cuántas veía. Cada día que pasaba, había más. En una de mis visitas de control a la clínica de las ventanas, se me ocurrió comentarlo. Me miraron como si acabara de cometer un crimen. “Su estado ha empeorado,”comentaron. “No solo delira, sino que tiene alucinaciones.”

Aquella fue la primera vez que me inyectaron: un líquido que yo sentí espeso en mis venas pero que era ligero según ellos. Dormí pesadamente y soñé con cielos verdaderamente verdes y garzas espectros que afirmaban, mientras las sábanas se les volaban con el viento: “Yo no existo, yo no existo.” Me desperté confusa y dispuesta a creerles todo lo que me dijeran de ahí en adelante.

De todos modos, decidieron guardarme: me sentaron delante de la tele y la encendieron. Cuando quise cambiar de canal, me di cuenta de que se habían llevado el mando a distancia y cuando quise pararme para ir a buscarlo, me di cuenta de que estaba atada. Grité y vino alguien a tranquilizarme. Todo era por mi bien, me explicaron.

En ese momento daban las noticias. Un hombre de cara azul y traje amarillo decía que el presidente en funciones había dictado un decreto por el cual todas las mujeres debíamos llevar un nuevo atuendo y enseguida mostraba cómo era. Cuál no fue mi sorpresa al comprobar que se trataba del traje de espectro. En mi mente surgían preguntas como borbotones en una pócima hirviendo, y como borbotones reventaban. Alcancé a balbucear: “Pero si no existen...” Solo entonces me giré para mirar a mi interlocutora. Miraba impávida la pantalla ¡e iba vestida de espectro!

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