El triciclo



Nada es lo que parece: ni es de neumáticos la tienda, ni es la mujer del dueño la que lo mira con devoción ni su hijo el niño del triciclo. Hay, sin embargo, una dignidad muy verdadera en el hombre que en las imágenes temblorosas en blanco y negro muestra con un gesto la extensión del local y sonríe a la cámara, mientras una mujer joven, acodada en el mostrador, lo sigue con la mirada y un niño de bucles rubios pedalea a sus pies alrededor de una mesa.
No dura ni dos minutos la película pero es suficiente para que sintamos el orgullo de Walter por su tienda, el amor incondicional de la dependienta por su patrón y la intensidad de pensamiento del niño güero reflejado en el movimiento incesante del triciclo.
Walter es austríaco, sobreviviente de los campos de exterminio. Alguien le cedió un rincón en la vieja tienda de neumáticos de Colonia Roma, la Sala Margolín, y en ese lugar poblado de llantas y grasa de automóviles, él supo abrirle un espacio a su pasión, la música clásica, y empezó a vender discos. Difícil imaginar dos ámbitos más alejados uno de otro, pero a nadie parece molestarle esa superposición tan contraria a los encasillamientos europeos en la sociedad mexicana de los años ’50. Y gracias a su sensibilidad y sus consejos de gran conocedor, el austríaco ha sabido ganarse el afecto y el respeto de todos los que vienen a buscar la mejor grabación de una sonata para piano o el último long play de un famoso intérprete o director de orquesta. Poco a poco, el mero rincón del comienzo se ha ido extendiendo con cabinas de escucha y más mostradores para discos, hasta ocupar la totalidad del lugar. Para la época en que un ojo invisible -¿Remedios?- filmó esa escena, la Sala Margolín en la avenida Álvaro Obregón se ha convertido en una de las disquerías más prestigiosas de la capital, a la que acude toda la élite intelectual y artística del momento.

Nada es lo que parece: no nos cansamos de decirlo y, sin embargo, las apariencias engañan solo a quien quiere dejarse engañar. Las imágenes revelan secretos que una intuitiva como Remedios no ha podido dejar de ver. Walter no está casado con la joven Alejandra sino con ella, es cierto, y no tienen hijos. Es incluso el duelo por esa ausencia –se dice Remedios con lucidez- lo que más los une, pues se protegen uno al otro del dolor atroz de haber perdido, él, o no haber podido tener, ella, el hijo tan querido. Quizá para colmar esa falta, Remedios pinta incansablemente seres etéreos que se parecen a ella y se desplazan por paisajes imposibles en triciclos o naves voladoras, mientras Walter vela por ella como un ángel guardián para que siga recreando y entregándole su mundo. Pero no se engaña, no, Remedios. Intuye, y prefigura en la breve escena filmada, que seguramente la adoración incondicional de Alejandra salvará a Walter cuando ella ya no esté y acaso, un día, le dé el hijo (¿o la hija?) que ella no puede.

Mientras tanto, ambos cuidan, a sus horas, al hijo de Jean, el niño del triciclo.

Antes de la serenidad con Walter, hubo la pasión con Jean, gigante viril, piloto temerario, que la dejó porque no quería renunciar a su vida aventurera. Cruel paradoja del destino que fuera un accidente de avión el que interrumpiera definitivamente la carrera de Jean contra el tiempo unos meses después de la ruptura y que no fuera Remedios sino la obstinación de una joven americana enamorada quien lo obligara a prolongar su vida clavado en un sillón en la sala en penumbras siempre amarrado a una botella de tequila.
Jean querría haber muerto en aquel accidente en la frontera pero la joven americana prendada de él insistió para que los médicos le salvaran la vida y se lo trajo a México, donde viven ahora los dos con el hijo de ella, un gringuito rubio de pocos años cuyo nombre nadie sabe pronunciar y por eso llaman Juanito.

Remedios nunca ha dejado de querer a Jean, ni él a ella. Por eso, espontáneamente, se hace cargo de lo que puede para ayudarlo. Al hombre postrado le fastidia la energía de ese niño inquieto, y la madre trabaja. Entonces Remedios, dueña de su mundo, ha decidido que lo lleven a la tienda de discos, para que Jean descanse de su herida eterna.
Quién sabe cómo a Walter se le ocurrió lo del triciclo. Juanito es un niño difícil, que nadie sabe controlar. Jean siempre está quejándose de él. Pero a Walter le parece más bien un niño sensible y perturbado que, para colmo, no entiende mucho lo que le dicen pues casi no habla castellano. Walter lo toma de la mano y lo lleva a una de las cabinas. El niño se deja hacer, ese hombre le inspira confianza. Walter le pone unos auriculares y enseguida llega a sus oídos una música bellísima. Al niño le brillan los ojos y lo mira con una sonrisa agradecida. Se queda mucho rato escuchando concentrado como si los sonidos lo devolvieran a un lugar que creía perdido para siempre. Walter le acaricia la cabeza. Alejandra, que los observa de lejos, se conmueve.
A la hora de almorzar cierran la tienda y Walter se lleva al niño a casa de Remedios. Cruzan la avenida, caminan poco más de media cuadra, entran a un edificio elegante y suben dos o tres pisos por la escalera. En el departamento está Remedios pintando. Juanito ya ha visto más de una vez a esta mujer de gesto enérgico y pelo rojo de la que todos a su alrededor hablan. Pero nunca la ha visto pintando. Mientras Walter prepara algo de comer y comenta con ella los acontecimientos de la mañana, el niño se queda extático contemplando la pintura en el caballete.
De un paisaje dorado que bien pudiera ser mar pero también cielo, emerge un vehículo extravagante con proa de canoa, manubrio de monopatín, pedales de bicicleta y una rueda de paleta como de un barco a vapor. Lo conduce un personaje barbado y menudo como un duende, sentado dentro de una brevísima tienda de campaña que lo protege de la intemperie de la cintura para arriba.
“¿Te gusta?,” pregunta Remedios. El niño asiente con emoción contenida pero definitivo. “Ven. Aquí hay más,” y lo conduce al otro extremo de la sala donde se apilan en perfecto orden decenas, quizá cientos de pinturas. Hay seres esbeltos y fantásticos inventando el tiempo o la belleza en espacios increíbles o viajando por bosques o ciudades medievales, rodeados siempre de un aura de oro. El niño señala una pareja flotando sobre una especie de paraguas hacia un lejano castillo. “Where are they going?,” pregunta. Walter interviene para traducir la media lengua. “Viajan,” dice Remedios. “Siempre viajan, como nosotros, como tú. La vida es un viaje de descubrimiento.”
Después de comer, Remedios vuelve a la pintura inconclusa en su caballete. Juanito se sienta en un taburete a verla pintar. El niño movedizo y turbulento que nunca deja de agitarse en torno a los adultos y los muebles, el mismo niño que no le da un minuto de tregua al padrastro inválido, permanece como por milagro inmóvil en una quietud sagrada ante la maravilla del pincel que se desliza por la tela creando un universo. Tan fascinado está que no ve cuando Walter abre subrepticiamente la puerta y se va con un “Ahora vuelvo”.
Cuando regresa, más de una hora después, el niño sigue en la misma postura y a Walter le cuesta sacarlo de su concentración para llevarlo a la tienda. “Vamos, que tenemos que abrirle a Alejandra,” le dice. Y Remedios, viendo que es la fascinación por sus gestos lo que le impide decidirse, “Voy con ustedes.”
Cruzan los tres la calle y caminan la media cuadra que los separa de la tienda. En la puerta ya está Alejandra esperándolos. Entran.
En medio de la sala, junto a la mesa de novedades, hay un triciclo. “Para ti,”le dice Walter. “Para que viajes,”explica Remedios. Alejandra sonríe como si todavía fuera una niña y la sorpresa se la hubieran dado a ella.
A Juanito se le ilumina la cara, mira una vez en dirección a Walter como pidiendo permiso y apenas confirma su aprobación, se trepa al triciclo y se lanza a pedalear por toda la disquería. Walter se ríe a carcajadas y las mujeres se contagian su alegría.

Quizás fue esa misma tarde que Remedios filmó la escena, se dice el hombre que entonces era un niño. Quizás... En su recuerdo, sin embargo, él había pasado la tarde entera atravesando bosques encantados donde gatos de helecho se relamían trepados en altas ramas, remontando vuelo sobre dorados pantanos y cruzando el cielo hasta una torre lejana en una nave espacial concebida especialmente por Walter para él y en la que cabían todos sus tesoros y sus sueños... Rebobina la película, vuelve a pasarla y la detiene en el preciso instante en que los tres parecen una familia.

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