Cajas destempladas

Soy otra vez yo, la que por haber muerto en sueños puede seguir paseándose por los ajenos hasta el fin de los tiempos.
Anoche resonaba la lluvia en la claraboya como cajas destempladas en mi alma buscando desesperadamente alivio para las penas. Necesitaba consuelo. Sin pensarlo dos veces, salté al sueño de una mujer bien querida sumida en un sopor profundo, como de ángeles.
Iba ella por un pueblo colorido que estaba descubriendo. Llevaba de la mano a su hijo de pocos años, un niño sonriente que salticaba feliz de caminar custodiado por la madre de un lado y el padre del otro. Solo entonces me di cuenta de la presencia del hombre. Era joven, llevaba un traje gris y miraba empecinadamente en dirección contraria a la que miraba ella, indiferente a la alegría del niño y a la ansiosa curiosidad de su mujer.
Íbamos, ellos adelante, yo unos pasos más atrás para que no me vieran, por una vereda clara con canaletas poco profundas que cortaban las baldosas en un cuadriculado. Árboles añosos, de tronco y follaje oscuros y hojas muy grandes, daban una sombra fresca a la calle. El niño iba vestido de verano, la mujer también. Yo podía sentir el placer de ella al sujetar la palma del hijo en la suya y, al mismo tiempo, oír sus pensamientos perturbados por presentimientos sombríos. “Claro, es que aún no sabíamos que íbamos a separarnos,” venían desde el presente de la dormida las palabras.
A lo largo de la calle las casas que veíamos eran todas diferentes, todas extrañas, pero unas más hermosas que las otras. La mujer quería conservar en la memoria los detalles de cada una de ellas, su arquitectura, para poder, al despertar, reproducirlas en imágenes o frases. Pero la superposición de cada nuevo edificio al precedente, de las puertas y fachadas de colores y formas sorprendentes, volvía imposible la tarea.
Nos detuvimos por fin y sin razón aparente ante un edificio de una sola planta pero bien macizo y con columnas rojas con cierto parecido al palacio de Knossos. La mujer quería entrar y el hombre accedió como a un capricho. Más allá de las columnas se extendía una galería oscura y fresca en la que el alma de la mujer dejó de debatirse en contradicciones por un rato y pareció hallar reposo momentáneo. Nos paseábamos por ese espacio apacible, ella tironeada por la manito del niño, el hombre un poco aparte, intentando disimular su impaciencia y yo, tratando de pasar desapercibida. Pero el hombre dijo señalándome: “Me parece que nos está siguiendo. Viene detrás de nosotros desde hace un rato.” Ella se volvió desde el fondo de la galería adonde la había llevado el niño y me miró sin sorprenderse, como si ya nos conociéramos y no pudiera yo representar de ninguna manera una amenaza. Dijo: “Quiero ver que hay más allá.” Y siguió su exploración del edificio. Él, por el contrario, reduplicó su desconfianza y me gritó furioso: “¿Usted quién es? ¿Por qué nos sigue? ¿También quiere separarnos?”. Yo le clavé mi mirada de muerta, distante y fría, y alguna impresión debo de haber causado en él pues se calló y decidió irse. Lo vi cruzar el pórtico de columnas hacia la calle mientras las siluetas de la mujer y el hijo se alejaban hacia las habitaciones sombrías. Fui detrás de ellos. Pasamos por dormitorios antiguos, con camas con baldaquines y muebles de caoba, baños de techos altos con claraboyas en el cielorraso, patios cuadrados con paredes de ladrillos y macetones de barro cocido, y otra vez dormitorios y baños y patios en una sucesión interminable, siempre igual pero siempre distinta. De vez en cuando el niño se daba vuelta y me miraba. Ella, en cambio, seguía adelante, fuerte y segura de mi complicidad.
¿Cómo podía ella estar tan segura? ¿De dónde nos conocíamos? De pronto estábamos en lo que debía de ser el último patio, a la sombra de una enorme magnolia. La mujer se volvió hacia mí con una gran sonrisa como a la espera de que les sacara una foto. El niño seguía de su mano, ahora un poco serio. Ella me dijo: “Nosotras éramos amigas, ¿se acuerda?”
Mi memoria no pudo reconocerla pero enmudecí de la emoción y tuve que bajarme del sueño.

Seguía cayendo una lluvia torrencial sobre la claraboya del baño. Ella se removió en la cama con un breve gemido y se pegó al cuerpo de su hombre buscando consuelo. Yo pasé muchas horas en vela con un nudo en la garganta.

Comentarios

Entradas populares