Esquina en Pergamino (fragmento)

Había una esquina en Pergamino, una esquina cuya ubicación se me ha perdido bajo los estratos traslúcidos de la memoria pero que reaparece a menudo entre los vaivenes de lo cotidiano como una diapositiva que proyectara alguien dentro de mí en momentos impredecibles. Es una noche de verano y la luz amarillenta del alumbrado público ilumina una ochava de color pardo. La calle lateral se disuelve en la densidad oscura de los árboles que, en la esquina, dan una sombra ligera y suavemente móvil sobre la pared. No hay nadie. Se oye la brisa entre las hojas o el canto de los grillos.
Vaya a saber por qué ese lugar de paso, en modo alguno relacionado con alguien que conociera, esa esquina anónima destacándose apenas de las sombras e impregnada de aromas y rumores arbóreos, pueblerinos, preámbulos de otras sensaciones apenas intuidas, me ha quedado grabada en forma indeleble superpuesta a las palabras “madreselvas en flor”, a una vaga imagen de esa planta y, confundiéndose con ella, el jazmín del país de San Martín 1088.
Si es un artificio de mi memoria, una construcción hecha de una suma de imágenes que no provienen todas de un mismo momento, es tan convincente su amalgama, tan fuerte la asociación, que se presentan siempre todas juntas simultáneamente como un cuadro o una fotografía flotando fuera del tiempo e iluminando por detrás mi escritura. Es lo que Henry Bauchau llama la escena original, aquella a partir de la cual nacen todas las otras escenas o, mejor dicho, surge la necesidad de escribir.
Porque si yo escribo es, en gran medida, para desentrañar los secretos de ese momento único en que tiembla de emoción la belleza a la vez que se intuye, como en los sueños, la tragedia de estar vivos atados a unas circunstancias que nos limitan.
Me engaño, sin embargo, o simplifico, cuando llamo anónima a esa esquina pues detrás de cada uno de los elementos que componen la escena, se halla indiscutiblemente mi abuela materna tal como era a fines de los ’60, una mujer de unos muy jóvenes y bien llevados cincuenta y pico, bien dispuesta para la risa y que disfrutaba de los pequeños placeres de cocinar o coser para sus hijas y nietos o jugar a las cartas con sus amigas. En la noche de verano perfumada por el jazmín del país que crece en un ángulo del patio, la veo con un sobrio pero coqueto vestido negro, su collar de perlas y su prolijo peinado de peluquería hecho por el Negro Barrionuevo, recibiendo sonriente a los invitados que a mis ojos de niña parecen llegar a raudales. No guardo memoria de lo que se celebra pero la casa de la calle San Martín bulle de conversaciones de adultos de las cuales emergen de vez en cuando risas, de grupos de hombres y mujeres que beben y fuman, de niños vestidos de fiesta que, como mi primo, o mi hermano Matías de pocos años que lo sigue, corretean entre las piernas de los grandes juntando chapitas o cualquier otro objeto digno de ser coleccionado. Yo, que debo de llevar puesto un vestido blanco con una cinta negra de terciopelo al cuello y voladitos en el ruedo, me deslizo en medio de la algarabía observándolo todo con el placer de quien mira una película. Es esa niña de sedoso pelo negro recogido en media cola por mi madre y que camina casi en puntas de pie para no hacer ruido, la que escribe. Es ella la que decidió de una vez para siempre que sería artista o escritora para expresar todo lo que sentía y de lo que los demás parecían no enterarse o interpretaban de modos muy diferentes, para contar las relaciones que intuía entre todo lo que la rodeaba y los otros parecían no ver. La silenciosa que quería pasar desapercibida soñaba con brillar con su propia luz, confiaba en que reconocieran sus méritos sin tener que jactarse de ellos, que vieran lo que valía sin tener que decirlo, aspiraba a ser el centro porque sentía que lo merecía pero sólo si eran los otros quienes le daban el lugar sin que ella hiciera el más mínimo esfuerzo...
Muy poco ha cambiado en mí esencialmente desde entonces. Pero a la vez siento que he debido hacer un largo camino para recuperar a la niña que, sin saberlo, poseía el don de intuir lo secreto y la mirada inocente de la poesía.

En la esquina en penumbras la del sedoso pelo intuía un reflejo de otra semejante en la Buenos Aires lejana, la mítica capital de la que los adultos hablaban en tono admirativo y cantaban nostalgiosos los tangos, sólo que allí sobre los rumores arbóreos se imponía la presencia de una pareja. Un hombre con sombrero de guapo y una mujer delgada y triste se abrazaban a la luz tenue del alumbrado público y al perfume de las madreselvas. Pero como yo no sabía muy bien cómo olían esas flores de tan lindo nombre, las asociaba irremediablemente con la planta preferida de mi abuela, el jazmín del patio cuyo aroma invadía todos los sentidos. La silenciosa de pelo negro no podía saber hasta qué punto su asociación de imágenes escondía un significado profundo, de qué modos la risa de mi abuela se relacionaba con la esquina porteña.
(continuará...)

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