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 A Florence Cosme


Es una tarde de comienzos de otoño. Larga y nublada tarde, ensombrecida aún más por las altas copas de los plátanos que cierran el acceso al cielo en ese trecho de la avenida. Caminas con pies de plomo, con esa mezcla de incredulidad y temor que da volver a viejos sitios conocidos que uno no ha vuelto a pisar en mucho tiempo. Conoces de memoria el recorrido -solías hacerlo cada día- y no deja de asombrarte que siga igual que antes, como si el tiempo y todo lo vivido no hubieran pasado.
Te preguntas qué te ha traído hasta ahí. No las causas concretas e inmediatas que, aunque tiendas a pasarlas por alto, conoces. No es eso, sino más bien qué has dejado tú ahí para que ahora tengas que volver a buscarlo. 

Está cayendo la tarde cuando, dejando atrás la sombra de los plátanos, cruzas Rondeveld y vas llegando a tu destino. No puedes creerlo. Es como si te hubieras subido a la máquina del tiempo y estuvieras a punto de bajarte veinte años atrás. Resuena una y otra vez en tu memoria la breve conversación que mantuviste hace dos días por teléfono. 

La chica quería que fueras a darle clases a su casa. ¿Por qué no? Nunca te ha dado miedo ir a cualquier rincón de la ciudad mientras haya un medio de llegar. ¿Me puede dar su dirección, por favor? Algo en la forma en que dijo “entre Koekelbeek y Molenberg” te puso sobre aviso. Era la misma forma en que tú lo decías cuando te preguntaban dónde vivías. Pero Molenberg y Koekelbeek han de juntarse en más de un lugar… ¿En qué calle?, preguntas y llega la primera sacudida: Avenue de la Destinée. Un punto de tensión más arriba interrogas ¿qué número? Y casi ni respiras hasta que la respuesta te confirma lo que sospechabas: 253. Lo único que falta, te dices, y ni tienes tiempo de concluir el pensamiento que ya estás preguntando en un hilo de voz que, sin embargo, la otra oye: ¿qué piso? Y ahí sí tu tensión llega a un clímax. Ha dicho “segundo”, “Ha dicho segundo,” te dices y no puedes creer que estés volviendo a tu propio apartamento.

Tu corazón está desbocado cuando recorres los últimos metros que faltan para la entrada. No sabes si podrás resistir el impacto de estar en el mismo espacio en que vivías, ahí, en el mismo salón, con el ventanal que da sobre el parque, sentada entre muebles ajenos sin poder evitar una tormenta de recuerdos para cada rincón donde se pose la vista. 

Ahora tu índice se estira para apretar el botón del portero eléctrico y alguien, arriba, saluda y te deja entrar. ¡El vestíbulo! El mismo espejo y la misma repisa de mármol. Y, sobre todo, huele al mismo jabón para fregar el piso de hace veinte años, lo que multiplica la sensación de estar entrando en una dimensión paralela donde el tiempo se ha detenido. 

Atraviesas la segunda puerta, la pesada puerta vaivén con la que forcejeabas cada vez que venías cargada de las compras o con los niños en brazos, y te encuentras delante del ascensor. Hay que llamarlo. Duda tu dedo, tiembla, porque sabes que en menos de un minuto sabrás si la chica vive o no en tu apartamento. Hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que así sea: el tuyo o el de enfrente. Detienes tu respiración y tus pensamientos mientras la estrecha cabina sube hasta el segundo piso. 

Con el mismo retumbar metálico de antaño, el ascensor se para. Una breve sacudida. Empujas y sales al palier tratando de no mirar hacia los lados para retardar lo más posible la confrontación con los hechos. En el corredor a oscuras, se abre una rendija iluminada a tu derecha. ¡Es! Cierras los ojos un instante antes de decidirte a acercarte a la puerta de madera que solías abrir con una llave que aún debe de estar guardada en algún cajón de tu casa actual. Tú misma, veinte años más joven, la abrirás desde adentro y te dejarás pasar sin reconocerte. Tampoco te reconocerán tus hijos niños, que estarán jugando o correteando en el salón… 

Con el mismo retumbar metálico de antaño, el ascensor se para. Una breve sacudida. Empujas y sales al palier tratando de no mirar hacia los lados para retardar lo más posible la confrontación. En el corredor a oscuras, se abre una rendija iluminada a tu izquierda. Cierras los ojos un instante y expiras con alivio. Es el de enfrente. Antes de entrar, diriges una mirada cargada de inquietud a la otra puerta.



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