Un minuto de silencio


Bruselas, miércoles 23 de marzo de 2016

Es la primera vez que sales después de los atentados de ayer. Hay menos gente que de costumbre en la calle y una especie de tensión contenida está presente en la mayoría de los cuerpos.
Con una combinación inhabitual de transportes públicos –el metro y algunas líneas de buses y tranvías no funcionan- llegas apenas un poco tarde a tu primera clase. La oficina está casi vacía. Solo tres personas han venido a trabajar. Con el alumno hablas -es inevitable- de lo que pasó ayer.
Tienes una pausa entre esa clase y la próxima. Sueles ir a un bar que queda enfrente de esa oficina. Pero hoy –ya lo has visto al venir- está cerrado. Así que vas a otro, de una cadena de comida orgánica, que está en una esquina frente a la plaza. Compras un menú y te sientas a una mesa junto a una ventana desde la que ves la moderna mole del Parlamento Europeo.
Estás tomando tu sopa y leyendo un periódico cuando a las doce en punto uno de los camareros –joven, negro- pide muy cortésmente en francés que observemos un minuto de silencio por lo sucedido ayer.
Una pareja que está a dos mesas de distancia de donde te encuentras, no se ha dado por enterada y sigue hablando como si nada durante casi toda la duración del minuto. Hablan en inglés. Intentas indicarles por señas que se callen. La mujer, que está frente a ti, te ve pero parece no entender.
Hasta que, de atrás, surge un vozarrón indignado ‘Would you please shut up?’ pero aun así demoran en comprender de qué se trata.
El minuto, que solo ha sido a medias de silencio, concluye con un breve agradecimiento de otro camarero.
Al rato se elevan otra vez voces detrás de ti. No sabes cómo ha comenzado el altercado pero el mismo hombre del vozarrón está reprochándole su falta de respeto a otro hombre que estaba probablemente sentado más atrás y está ahora delante de su mesa con la chaqueta puesta, para irse. El del vozarrón clama que no es divertido. El otro, en voz no tan alta, dice que no piensa que lo sea. Luego baja las escaleras y se va. Sigue un intercambio de opiniones entre el del vozarrón, que –oyes- habla alemán, y una chica sentada en la mesa vecina.
Tú sientes que a ti te molestaba más la pareja sentada adelante que en ningún momento se ha dado por enterada. El alemán le dijo al que se fue que debería disculparse. El hombre y la mujer de adelante ni siquiera se han dado cuenta de lo que pasaba a su alrededor. Y no porque estuvieran enamorados. Nada de eso. Si hubieran estado susurrándose palabras de amor, si hubieran estado metidos en esa burbuja en la que suelen vivir los enamorados, sientes que los habrías perdonado. Pero probablemente no eran siquiera una pareja en el sentido estricto del término. Solo un hombre y una mujer hablando de cosas serias, en inglés, como corresponde, en el inglés neutro y sin gracia que ha llegado a ser el idioma oficial de instituciones y lobistas, y habituados a que todo lo que sucede a su alrededor, más aún si es en otra lengua, no les incumbe. Por eso no oyeron al joven de buenos modales pidiendo silencio. Porque todo lo que no sea ellos y sus asuntos y negocios, les es indiferente.

Moraleja

Veinte días después

Este tipo de indiferencia se ha extendido como reguero de pólvora. Usar los sentidos ha pasado de moda. Nadie ve, oye, toca, huele o siente lo que está delante de sus narices. Excepto si tiene el formato rectangular de las computadoras, los móviles o los billetes.
Así las cosas, ¿te extraña que tantos no hayan visto ni la desigualdad ni la pobreza creciendo como hongos a su alrededor, ni el extremismo radical alimentándose de ellas como vampiros?

En la fuga hacia realidades virtuales –no nacidas de la propia imaginación sino impuestas por otros- estamos llegando al punto de no retorno. De ahí en más, los seres dejarán de ser humanos para convertirse en psicópatas, autómatas, ciborgs y robots. 


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