Madre

 a Matías y Nicolás


    La amenaza me grita desde la madrugada. Dos ángeles de las tinieblas, como rectángulos que se estiraran desde la nada, vienen hacia mí inclementes a robarme el alma. Sé que han venido a llevarse a alguien que quiero, no sé a quién y me aterra la incertidumbre. No tienen cara ni cuerpo ni alas pero vuelan con velocidad alarmante. Se acercan, están sobre la cama en una fracción de segundo, flotan en la oscuridad de la habitación y por un momento los veo reflejarse en el espejo. Brilla su presencia cruel por encima de nuestros cuerpos dormidos. Caerán inexorables en el momento menos pensado. 

    Solo los finos dedos de la aurora apaciguarán el miedo. En puntas de pie, con ligereza de pluma, llega la niña amarilla. A su alrededor sopla un aire primaveral y ella se mueve dentro de él con gracia de cervatillo.

     “Es la mañana. Lirios y rosas mueve la brisa primaveral y en los jardines las mariposas pasan y vuelan, vienen y van.” Una mujer de camisón claro se acerca a la ventana y, mientras recita los versos de siempre, tira de la correa que sube la persiana. La luz entra en el cuarto y en nuestras camas de niños abrimos los ojos. La voz es cantarina, como si cada palabra que saliera de su boca estuviera diciéndonos lo mucho que nos quiere. Madre, ¿estás ahí? 

    Corro la cortina negra y detrás de ella surge un amanecer nublado y gris. Madre, ¿estás ahí?
    No hay sol ni día radiante para calmar la angustia. Los ángeles glaciales se han quedado prendidos a mi médula, me están sorbiendo el alma. Madre, ¿estás ahí? Del otro lado de las ventanas hace mucho que ha dejado de ser infancia y país natal. Las paredes que se recortan contra el cielo plomizo me parecen más extranjeras y lejanas que nunca. Madre, ¿estás ahí?

    Entonces suenan unas remotas campanadas de domingo y sé que se ha ido.

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