Amigas
Erda era un
elefante.
Hacía años que la
conocía, que se veían con regularidad y hablaban de todo un poco:
intrascendencias de la vida diaria o asuntos más serios. Pero había algo en su
andar, en su manera de ser, que le seguía resultando un enigma.
Y ahora, de
repente, una sola palabra surgida sin querer de su boca le había dado una
clave.
Erda era un
elefante. No porque fuera demasiado gorda, que no, sino por el grosor de su
piel, por la morosidad de sus desplazamientos, por la falta de expresividad del
rostro y la lentitud de sus reacciones. Todo sucedía en ella como si la piel
fuera tan gruesa que, extendiéndose más allá de sus contornos, creara volúmenes
que la separaban del mundo. Volúmenes que además pesaban y hacían que cada
movimiento le costara un gran esfuerzo y concentración, por lo que sus gestos o
sus respuestas parecían llegar siempre más tarde de lo esperado.
Uma, en cambio,
era un pájaro.
Observada en
detalle, su postura parecía predisponerla a remontar vuelo. Los hombros
alzados, tensos, para soportar los brazos-alas. El esqueleto fino. La escasez
de peso. Y esa forma de caminar tan suya, casi sin tocar el suelo, en puntas de
pie.
Cuando venía a
ver a Erda a su oficina en un piso altísimo a través de cuyas paredes vidriadas
se alcanzaba a ver buena parte de la ciudad, Uma se sentaba de espaldas a ellas
y de frente a la silla que ocupaba Erda, en un ritual repetido desde hacía
tantos años que ninguna de las dos sabía quién y cómo lo había establecido.
Si había sol,
Erda entornaba los párpados e interrumpía la conversación iniciada poco antes para
preguntarle a Uma si le molestaba la luz. Pero la verdad es que no era a Uma a
quien podía encandilarla, ya que la ventana quedaba detrás de ella, sino a Erda
que, pidiéndole disculpas, se levantaba y se dirigía parsimoniosa hacia la
pared de enfrente donde, junto a la puerta, había un botón que apretaba para
que bajara la persiana.
Si, por el
contrario, estaba nublado, como solía ser lo habitual en esa ciudad, la
conversación se instalaba y prolongaba sin solución de continuidad en una
franja monocorde que avanzaba al ritmo paquidérmico de Erda, salpicada aquí y
allá con breves, agudas intervenciones pajariles de Uma, a las que seguían
silencios más o menos largos en los que mientras que la elefante meditaba sobre
el significado de la frase que había salido veloz y espontánea del pico de la
otra, y en cómo convendría responder a ella, la pájara se reprochaba
mentalmente por su intrepidez desordenada tan fuera de contexto en su
conversación con Erda.
Una tarde, no
mucho después de que Uma se diera cuenta de que Erda era un elefante, pasó algo
inesperado. Cuando Uma se sentó en la silla giratoria delante del ventanal, lo
hizo con mayor ímpetu que de costumbre y la silla, haciendo por primera vez
honor a su nombre, giró.
Uma se encontró de
golpe frente al vacío, separada de él apenas por unos pocos centímetros de
espesor transparente, y esa cercanía,
más la ausencia aparente de límites, despertaron en ella sus viejas ansias de
volar. Sin mirar atrás, abrió los brazos y se tiró, confiada en el poder
sustentador del aire. Desde siempre imaginaba este momento: las corrientes
aéreas embolsándose en sus alas impulsándola hacia arriba un instante antes de
dejarla planear, despacio, sobrevolando calles, plazas, techos, parques, cursos
de agua… Pero la fuerza de gravedad parecía estar ganando la partida… Caía,
caía, caía…
Hasta que a punto
de estrellarse, en un estado de seminconsciencia, contra la tierra, la
mujer-pájaro sintió en el vientre el contacto rugoso de un largo miembro
retráctil que la levantaba. Como en un lento ascensor veía desfilar los pisos,
uno a uno. De las ventanas, personas azoradas, con caras de cuervos o vacas o
gacelas, la miraban pasar. Y ella subía, abrazada a la trompa de Erda, que había
reaccionado justo a tiempo.
Comentarios
Publicar un comentario