Muerte natural


Anoche maté a un niño. Un niño pequeño, de unos tres o cuatro años, a quien yo quería mucho. Me gustaba sentir su cuerpo delgado cuando lo abrazaba. Él tenía confianza en mí. Le daba la mano y allá íbamos. Donde fuera. A nadie quería yo más que a ese niño. Era mi compañero.

Nada fue planeado o decidido. Simplemente un día yo le di de tomar un líquido que, sabía, lo mataría. Y él, con esa confianza que me tenía, vació el vaso de un trago. El sonido de la boca contra el vidrio cuando sigue chupando y ya no hay nada, se ha quedado grabado en mi memoria.

Me quedé tan tranquila mirándolo. Él siguió jugando como siempre con los autitos por los respaldos de las sillas, dando vueltas por la cocina mientras yo preparaba la cena. Hasta que en cierto momento su cuerpecito se desmoronó en cámara lenta y cayó al suelo.

Corrí a abrazarlo como si no supiera qué le estaba pasando. Lo sujeté en mis brazos con la esperanza de recuperar el calor tierno de sus formas menudas. Pero ya era tarde.

Después vinieron los rituales y el entierro. Mucha gente se acercó a consolarme. Algunos me han preguntado cómo haré para seguir viviendo. Nada he dicho –he perdido el habla desde entonces- pero mientras los veo circular entre estas paredes de ladrillos desnudos que albergaron hasta ayer a mi niño, tengo la certeza de que él está vivo. Siento que en mi corazón ha crecido una casa para él, donde ha de vivir hasta siempre. Y es esto lo que me consuela.


Esta mañana había en las escaleras mecánicas un niño que tenía miedo de bajar solo. Le di la mano y, al sentir sus frágiles falanges entre las mías, supe que era él. Bajamos juntos hasta donde lo esperaba su padre y se despidió de mí con una sonrisa que me ha iluminado el día.


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